Nunca pensé viajar a Chile. De este país solo conocía, desde niña, como la mayoría, las rondas de Gabriela. Y en la adolescencia, ¿quién no?, los versos de Neruda. Luego, todavía adolescente, vi desde muy cerca al Presidente Allende, que realizaba una visita oficial a Cuba. Para el recibimiento, organizaron a estudiantes, trabajadores y otros sectores de la población. Mi centro de estudios fue convocado. Nos situaron a la entrada de Matanzas, por donde debía pasar la comitiva oficial en su trayecto desde La Habana. Una amiga mía y yo, movidas por la curiosidad, nos separamos del grupo donde estábamos ubicadas y avanzamos hasta la primera fila, en el borde de la acera. Así pudimos apreciar, a escasos metros, el paso de la caravana. En un jeep descapotable, de las FAR, venían de pie, saludando al pueblo, Fidel y Allende. Como estábamos situadas a la izquierda de la carretera, y Allende venía para ese lado, pudimos ver al líder chileno con lujo de detalles. Al cabo de tantos años lo recuerdo con perfecta claridad. El rostro noble, de expresión serena y algo cansada (según me pareció), los espejuelos, la mano en alto, permanecen en mi memoria con nitidez.
A los pocos días, nos sorprendió la noticia de que en la vitrina del estudio fotográfico, situado en el centro de la ciudad, se exhibía una ampliación de ambos líderes y mi amiga y yo aparecíamos en ella. Habían tomado la instantánea en el preciso momento que el vehículo presidencial pasaba frente a nosotras, así que prácticamente estábamos también en primer plano. No hay que decir que durante los meses que estuvo expuesta la fotografía fueron muchas las veces que las dos, muy orgullosas, frecuentamos el lugar. Pero no se nos ocurrió tratar de conseguir una copia o el negativo. De todos modos, creo que en esa época hubiera sido imposible. En la actualidad, me gustaría tanto conservar una constancia gráfica de aquel instante.
Después, ocurrieron los hechos tenebrosos que enlutaron al país austral. “Pasó el tiempo y pasó un águila por el mar”, como diría el Poeta. Por circunstancias de la vida, hace dos años llegué a Chile. Al día siguiente, visité la estatua de Allende en el Patio de la Moneda y mi hijo, que conocía la anécdota, me fotografió allí, un poco como compensación. Pero en ese Santiago cosmopolita, moderno, altamente informatizado, con su gente que siempre va de prisa, no encontré rastros de Allende. Paseando por la Alameda, recordaba: “Yo pisaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentada…” y la canción se me antojaba anacrónica. De todos modos, no ignoraba que los rascacielos no pueden ocultar los campamentos en otras zonas de la gran ciudad, ni los sin techo, ni los niños mendigos del río Mapocho. Me sorprendió que a pesar del evidente desarrollo económico, se considere la educación como un gasto y no como la inversión que realmente es; que generalmente, una educación de calidad solo se consigue en colegios privados, a precios inaccesibles para el bolsillo de la mayoría; que además, es tan elitista, que aunque una persona humilde, con gran esfuerzo, reúna el dinero necesario para costear los estudios de su hijo, jamás será aceptado en uno de esos centros educacionales, de tal modo que es prácticamente imposible que el hijo de la empleada doméstica, en una escuela, se siente al lado del hijo de la señora de la casa donde su madre sirve; que por otro lado, acceder a una carrera universitaria gratuita sin haber cursado estudios en uno de esos centros de excelencia, es muy difícil, al punto que cuando un joven mapuche logra ser puntaje nacional, es noticia por lo excepcional. Viniendo de otra realidad muy diferente, tenían que chocarme tan marcadas diferencias sociales.
En la salud pública noté falencias que no se corresponden con la prosperidad de la economía chilena. Siempre he considerado que hasta la muy elogiada Teletón, que no deja de ser útil y de loables propósitos, sería mejor que no fuera necesaria, porque el Estado asumiera la debida atención a los discapacitados, y así no tener que depender de donaciones altruistas.
Fuera de la capital también observé fuertes contrastes. En un maravilloso viaje por el Sur, no solo aprecié preciosos paisajes y lindas ciudades que semejan postales turísticas. Recuerdo, bajo el sol de la costanera de Puerto Montt, a una de tantas mujeres indígenas que, con parsimonia ancestral, venden sus artesanías sentadas en el piso, dando de comer a su hijito un mendrugo de pan que el pequeño devoraba con avidez.
Es cierto que de vez en cuando, tomas, protestas, marchas, cual temblores premonitorios del gran terremoto que se avecinaba, anunciaban las inconformidades en amplias capas de la población, sobre todo, en los estudiantes. Pero nunca imaginé tal estallido social. Y justo ahora, en esas movilizaciones que desafían violencias policiales, veo la imagen de Allende flotar en el mar de pueblo que no se cansa de reclamar sus justas demandas sociales y pienso que de alguna manera, hoy, a 49 años de asumir la presidencia de un país donde siempre había gobernado la derecha, su legado persiste.
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