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Foto del escritorAleida García

Amores trágicos

De regreso al terruño natal, después de varios años ausente, se había reencontrado con el noviecito de sus juegos infantiles, convertido en un guajiro bien plantado, con fama bien ganada de conquistador, que corroboraban varios romances con muchachas de los alrededores. Habían estudiado juntos en la escuela primaria de la zona, luego, apenas adolescente, ella se fue becada a realizar estudios secundarios. Al finalizarlos, se casó con un profesor y se quedó a vivir en la capital. Solo visitaba a sus padres muy de tarde en tarde. La finca de él estaba alejada de la carretera, pero la de los padres de ella estaba más intrincada aun, en las profundidades del valle, así que durante largo tiempo no se habían visto. Unos años después, la adicción al alcohol del marido había provocado la disolución del matrimonio y el regreso de ella. La niña que había partido 15 años atrás, ahora era una atractiva mujer, alta, esbelta, con un bien formado cuerpo de sensuales curvas, larga cabellera oscura y rostro agradable de ojos vivaces y espontánea sonrisa, que el antiguo enamorado contemplaba fascinado. Pero lo que más la distinguía del resto, era el aire urbano en la forma de hablar, de vestir, de caminar. No obstante, seguía siendo una muchacha sencilla y afable. No era de extrañar que enseguida fuera la favorita en todas las reuniones por aquellos lares. Las mujeres la admiraban. Los hombres, la deseaban.

Antes que alguno se le adelantara, el fogoso pretendiente la cortejó con insistencia. La visitaba todos los días, le juraba que nunca la había olvidado. Le pidió matrimonio. Si ella lo aceptaba, él dejaría a un lado los mentados amoríos, que no habían sido más que aventuras intrascendentes para pasar el rato. Ella lo escuchaba divertida y al final se dejó convencer. En parte atraída por tanto brío y en parte, impulsada por la soledad en aquel apartado rincón. Fue una típica boda campesina, con guateque incluido, de esas que empiezan desde la mañana hasta bien entrada la noche, lechón asado en púas, ron y cerveza en abundancia. La hermosa y carismática novia atraía muchos ojos, entre ellos, los de un primo del novio que era varios años menor y por eso casi no lo recordaba. Aunque estaba acostumbrada a ser el centro de la atención, en ese caso prefirió ignorarlo, no solo por el parentesco, sino que, además, estaba en compañía de una joven encinta, su esposa.


Se adaptó rápidamente a la rutina del nuevo hogar, donde vivía con su esposo y sus suegros. A los pocos días, la suegra enfermó y se fue con una hija que vivía en la ciudad, para llevar el tratamiento médico. Así que la recién casada asumió las tareas de ama de casa. Los hombres salían desde temprano a trabajar en el campo, por lo que estaba gran parte de la jornada sola, pero no tenía mucho tiempo de aburrirse con las labores del hogar. Además, le gustaba leer y al caer la tarde, hacer largas caminatas por los alrededores, disfrutando del agreste paisaje. Las noches eran más entretenidas, varias veces a la semana se reunían vecinos de las fincas cercanas para jugar dominó en el amplio portal. Entre ellos, el primo de la furtiva mirada. Aunque de parecida estampa, trigueño, alto, fuerte, el menor era más serio, callado. Para nada extrovertido y bullicioso como el mayor. Eso sí, con un coeficiente intelectual bastante más elevado.


Era aficionado a la lectura y pronto comenzaron a intercambiar libros. Una noche, en una conversación general con los presentes, ella manifestó su deseo de comer mangos filipinos y el primo le indicó que en el límite entre ambas fincas, al lado de un antiguo pozo, había una mata. Todavía debían quedar algunos, pues apenas iniciaba el verano. A la tarde siguiente, ella encaminó sus pasos hacia el lugar señalado. Efectivamente, allí estaba el añoso árbol de sus mangos preferidos y también, sentado en el brocal del pozo, el primo, que la esperaba con las frutas ya recogidas. Ella le agradeció con una amplia sonrisa y se sentó junto a él. Observó que el paraje era encantador. Corría una fresca brisa, favorecida por la cercana arboleda que prestaba su sombra. Contempló maravillada un rosal de rosas rojas. Él le explicó que allí había estado la vieja casa de sus abuelos, antes de dividir la propiedad entre sus dos hijos, y le mostró los cimientos que permanecían entre la hierba.

Sin ponerse de acuerdo, siguieron encontrándose allí, ella acudía en busca de mangos y rosas, y cuando se acabaron, porque le gustaba el lugar. Lo que lo motivaba a él, se sobreentendía. Aunque la perturbaba la mirada de adoración masculina, la mujer disfrutaba aquellos ratos de conversación. Aparte de que con él podía hablar de temas que los demás no entendían, tampoco tenía otros interlocutores, sobre todo después de que su esposo fuera seleccionado, como presidente de la cooperativa que agrupaba a los propietarios de fincas de la zona, para un curso de dos meses en la capital, donde le impartían técnicas de administración y métodos novedosos de cultivo. Solo venía a la casa los fines de semana, así que, exceptuando el día en que visitaba a sus padres, ella no tenía más compañía que la de su suegro y entre los dos no había simpatía, se limitaban a hablar lo estrictamente necesario.

Un sábado en la mañana, ella se disponía a lavar la ropa sucia que el marido había traído y revisando los bolsillos de un pantalón, encontró una pequeña nota sin firmar. Por el contenido, dedujo que se trataba de una amante. Muy molesta, pero sin gritos ni aspavientos, le exigió una explicación al esposo, que aturdido, sin otra alternativa, confesó. Se trataba de una las exnovias que él había dejado cuando se comprometió con ella. La muchacha estaba pasando unos días en la ciudad y habían coincidido una noche. La joven seguía enamorada y él, con varios días de abstinencia, había cedido a la tentación. La nota se la había entregado en la terminal, en el instante en que él abordaba el ómnibus de regreso y de estúpido, la había olvidado por completo. No era más que una aventura sin importancia, ella era la única reina en su corazón, la que había elegido como esposa. Le pidió perdón y le prometió que no volvería a pasar. Ella le contestó que estaba decepcionada y se iría a vivir con sus padres. Él le imploró que no se precipitara, que no se fuera hasta que él terminara el curso, no podía dejar al viejo solo. La mujer transigió, pero recogió sus cosas y se instaló en la habitación que había pertenecido, de soltera, a su cuñada. El hombre, contrito, la dejó hacer y se fue a terminar sus estudios con la esperanza de que con los días cambiara de parecer.

El lunes ella visitó a sus padres y les contó lo sucedido. Ambos le aconsejaron que no rompiera su matrimonio, ya sería el segundo fracaso y eso le daría mala fama. En la tarde, se desahogó con su confidente, que por un insospechado camino vio una puerta abierta para liberar la pasión reprimida. Lo que había hecho su primo no tenía perdón. Con una mujer así, no se podía tener ojos para otra. Dios le daba barba al que no tenía quijada. Si él fuera su marido, la habría respetado y adorado como se merecía. Porque ella no era tonta, seguramente sabía los sentimientos que le inspiraba. Estaba locamente enamorado y si hasta ahora había callado era por respeto al lazo familiar con aquel insensato que, en definitiva, no cuidaba su matrimonio. Pero no podía esconder más este amor que lo sobrepasaba.


Una vez, solo una vez le pedía que le dejara demostrarle cuánto la quería. Las palabras en la voz, enronquecida por la emoción, del hombre, eran miel que mitigaba su amargura, eran un bálsamo para su amor propio herido. Se refugió entre los fuertes brazos y correspondió a sus caricias encendidas. Ese día comprendió que se había casado con el primo equivocado. Al amante quizás le faltaba algo de experiencia, pero era tan viril como su esposo, y además de la pasión, le imprimía al acto sexual una ternura desesperada que la conmovía.

Siguieron encontrándose todos los días junto al pozo, que era un lugar poco transitado, pero por precaución, de ahí se dirigían a una cueva ubicada en el monte, que él se encargó de acondicionar. De maestro de su joven esposa, que había llegado virgen al matrimonio, se había convertido en un alumno aplicado que cada día se superaba más, obsesionado con aquella mujer ducha en esas lides. Se pasaba todo el día anhelando los momentos de infinito placer, pero después de estar con la amante, al regresar a su casa, donde lo esperaba cariñosa su linda guajirita, con el vientre abultado que guardaba al hijo tan deseado, le invadían los remordimientos. En las noches dormía poco, entre sueños revivía las escenas eróticas y despertaba ansioso.

Mientras el hombre se debatía en una lucha interior, su amante estaba dichosa, disfrutando a plenitud el romance. Era tan evidente su satisfacción que no pasó inadvertida para el suegro, que veía aquel brillo inusitado en los ojos de su nuera y la escuchaba canturrear alegremente mientras limpiaba el piso o daba de comer a las gallinas. Tanta felicidad no se correspondía con los problemas que estaba atravesando su matrimonio. También notó que ahora regresaba más tarde de sus caminatas, casi al anochecer, después que ya él había terminado las faenas del campo. Decidió seguirla a distancia prudencial para que ella no se percatara. Comprobó que sus sospechas no eran infundadas pero su sorpresa fue mayúscula cuando reconoció a su sobrino en el hombre con quien su nuera estaba fundida en un fuerte abrazo junto al pozo. Los vio cruzar el cercado y con paso ligero internarse en el matorral. Ya el viejo no tenía la agilidad de antaño y pronto los perdió de vista. Pensó que mejor sería interpelar a su sobrino. Con la puta aquella, tan descarada y respondona, no quería hablar. Lo esperó apostado en el camino por donde debía atravesar para ir a su casa. El muchacho lo saludó, extrañado de su presencia y ahí mismo el viejo lo increpó con rudeza. ¿Cómo había sido capaz de traicionar a su primo, que lo consideraba un hermano menor? El joven, abochornado, trató de defenderse. La relación entre su hijo y su nuera ya no existía, después que ella supo que él la engañaba con otra. Se iban a divorciar, al primo no le interesaba su esposa. Pamplinas -lo interrumpió el viejo- su hijo estaba enamorado de esa desvergonzada y no sabía cómo reaccionaría cuando él se lo dijera el próximo sábado. Lo menos que haría sería botarla a cajas destempladas. Esa bruja nunca debió entrar a su casa, él con la experiencia de los años, sabía lo que eran esas mujeres tan sueltas y desenfadadas, por eso nunca le había gustado. Es que esas vampiresas seducían y transformaban en títeres a cualquier hombre, por ejemplo, lo había convertido a él, siempre tan tranquilo y respetuoso, en un sinvergüenza que deshonraba la familia. En tono más calmado, le preguntó si pensaba abandonar a su esposa embarazada por aquella casquivana. El muchacho, alzó con viveza el rostro enrojecido. No, él quería a su mujer. Jamás la dejaría, menos ahora que esperaban un hijo. El tío le dio la espalda y se alejó. Ya en la casa, no comió y se acostó sin siquiera mirar a la nuera. Ella, acostumbrada a sus desplantes, no le dio importancia.

Los amantes habían quedado en verse al día siguiente por la mañana, ya que en la tarde había reunión en la cooperativa. Cuando el suegro viró al mediodía, vio que ella no estaba en la casa. Pensó que se había marchado al hogar paterno, alertada por el amante de que habían sido descubiertos. En la reunión observó que el joven no estaba. Su hermano le comunicó que aún no había llegado a la casa. Su mujer estaba preocupada, aunque lo había visto salir con la escopeta y cuando salía de caza, solía demorarse si las presas estaban difíciles, porque no le gustaba volver con las manos vacías. Pero al atardecer, ya estaban todos alarmados con la ausencia del muchacho y temiendo un accidente, iniciaron la búsqueda. El tío, con una corazonada, propuso comenzar por el antiguo pozo. Allí los encontraron, la muchacha, inclinada sobre el brocal, estrangulada con el pañuelo que usaba para proteger su cabello del sol. El hombre, recostado al grueso tronco del mango, tenía entre sus piernas la escopeta. Había sangre seca en la camisa, a la altura del pecho. Al moverlo vieron con horror el enorme boquete que había dejado en su espalda la bala al salir.

Las mentes imaginativas comenzaron a elucubrar románticas teorías acerca de un pacto de amor suicida que el informe forense se encargó de desmentir. Los numerosos arañazos en el cuerpo femenino, las hojas y espinas prendidas en el revuelto cabello, los talones ensangrentados por el roce contra la áspera pared del pozo, evidenciaban que la mujer había sido violentamente arrastrada por la hierba, no quería morir y había luchado por su vida. No faltaron entonces las versiones que suponían que la amante lo habría presionado para que abandonara su hogar y se fuera con ella. Muchos opinaron que había sido un acto desesperado de un hombre de vergüenza, arrepentido de su locura, pero a la joven asesinada nadie la justificó. Fue criticada con saña por los mismos que hasta entonces la adulaban.

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