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Foto del escritorAleida García

Borrón y cuenta nueva

Actualizado: 27 sept 2022

Llovía a cántaros. Sentada en la estrecha cama del hospital, contemplaba a través de los empañados cristales del ventanal, la espesa cortina de agua que caía incesante. Absorta, rumiaba sombríos pensamientos cuando entró en la amplia sala que sólo ella ocupaba, la especialista, con aires de superioridad, seguida de varios estudiantes. Mientras la examinaba iba explicándoles, como si ella no estuviera presente, los posibles diagnósticos: “Esos síntomas son comunes en diversas patologías”. “Se ven mucho en la mononucleosis infecciosa, pero la descarto. Esa enfermedad es frecuente en niños y jóvenes, pero es muy raro que se presente en personas de esa edad”. “Pudiera ser una amigdalitis gástrica, pero no me parece que esa sea la causal”. “Es posible que se trate de una leucemia o un tumor en las vías digestivas, pero no lo creo, por su buen estado físico”. “Más bien considero que se deban a una inmunodeficiencia. Como ustedes ya conocen, hay diversos tipos de inmunodeficiencias. Quizás estemos ante un caso que debuta como portadora de una inmunodeficiencia adquirida”. “ Ordenaremos los exámenes correspondientes”. Los alumnos asentían, Algunos la miraban como si fuese un bicho raro. Otros, con compasión. Ella, sin articular palabra, se sintió tratada como un simple objeto de estudio por parte de la doctora, que ya se alejaba hacia la puerta, como una reina rodeada de sus súbditos. Aún la oyó decir: “Hasta tanto no estén los resultados de los análisis, deberá continuar el mismo tratamiento”.


Había llegado al hospital la noche anterior, con las mucosas de la boca, la lengua, la garganta, llagadas e inflamadas a tal punto que los intensos dolores le dificultaban hablar o comer el más mínimo bocado. Hasta tomar agua le causaba molestia. De inmediato, la ingresaron en aquella habitación grande, donde permanecía aislada, ahora sabía por qué. A pesar de la opinión de la especialista, a ella, que siempre había sido tan saludable, jamás había estado hospitalizada, le costaba trabajo creer que así de golpe, tuviera alguno de aquellos temibles padecimientos. Se debatía pensando en cuál sería peor. Por supuesto que lo más malo era el cáncer gástrico o la leucemia, pero el rechazo que generaría estar contagiada con el VIH, no creía poder soportarlo. Bien sabía, pues no en balde había trabajado años atrás en un sanatorio de pacientes con VIH/Sida, que así como los jóvenes infectados inspiraban lástima y se justificaban por las locuras propias de la edad, a los mayores se les despreciaba. Mientras más viejos, mayor reprobación. Cómo decirle a su hijo, a sus sobrinos, a sus amigas más jóvenes, que ella había caído en el error del que siempre les estaba alertando. Hasta el cansancio les repetía que debían evitar situaciones de riesgo y bajo ningún pretexto tener sexo sin protección, que el SIDA no tenía cara, que un portador podía tener un aspecto saludable y limpio, que esa no era una epidemia propia sólo de homosexuales y drogadictos, cualquiera que no se cuidara debidamente podía adquirirla. Les infundía temor contándoles como había visto a algunos consumirse hasta morir, irreconocibles. Y esas imágenes volvían a su mente, atormentándola. Ahora la asustada era ella, porque el sentido común le alertaba que sí, que había posibilidades de que estuviera infectada.


Después de muchos años sola, recién había comenzado una relación, hacía apenas unos meses. Aunque ya había cumplido los 50, se sentía mejor que nunca. Estaba realizada profesionalmente. Tenía un buen trabajo, aunque distante y cuando salía de su casa, enfundada en su elegante uniforme y zapatos de tacón alto, se veía regia, poderosa. Todos le calculaban muchos años menos. El ejercicio diario y una alimentación sana, contribuían a que mantuviera una buena figura. Además, aún no tenía canas ni muchas arrugas. Atrás habían quedado los años difíciles. Estaba en un buen momento. Precisamente, en el trayecto que hacía todas las mañanas para abordar el ómnibus, lo había conocido. Desde el principio, la atracción fue mutua. Aunque ella lo disimulara, el canoso alto, fuerte, de chispeantes ojos azules, llamaba poderosamente su atención. Él, por su parte, siempre procuraba encontrarse con ella y mientras caminaban, en voz baja le decía encendidas frases de pasión, que a ella, lejos de sentirse acosada, la halagaban. No obstante, se mostraba seria e indiferente, para guardar la forma. Después, durante todo el día recordaba esos encuentros con agrado y ansiaba que llegara el día siguiente. También se preguntaba qué era de su vida, tan rutinaria, de la casa al trabajo y viceversa. A veces la soledad la abrumaba, su único hijo estudiaba en una universidad de la capital y venía poco a la casa. La vejez estaba cercana, quizás esta sería la última oportunidad de tener un romance, una aventura, un aliciente que alegrara su vida. Mientras más lo pensaba, más se convencía de que estaba perdiendo su tiempo, que ya no era mucho. Así que poco a poco, comenzó a dialogar con él, medio en broma, medio en serio.

Al cabo de un mes, ya estaba decidida. No iba a dejar pasar esa oportunidad. Aceptó la invitación a salir con él. Y en esa misma ocasión, animada por las copas de vino, dejó a un lado la tesis de no acostarse nunca con un hombre en la primera salida. Total, ya a su edad podía romper las reglas. Tampoco le importó mucho cuando él le confesó que era casado. Más bien le convenía que lo fuese, en definitiva, lo menos que ella quería era casarse, solo pretendía pasar unos ratos agradables. Así que escuchó, como quien oye llover, las trilladas explicaciones que él trataba de darle sobre su matrimonio fallido, rutinario y aburrido, con una mujer de mal carácter, peleona, poco cariñosa, bla, bla, bla……..si no fuera por sus hijas, bla, bla, bla….. Ese cuento ya ella lo había escuchado con anterioridad. La afectó más enterarse de que él era diez años menor. En realidad, ambos se sorprendieron. Él calculaba que eran más o menos de la misma edad por la figura juvenil y la ausencia de canas de ella. A su vez, ella creía que eran contemporáneos por el cabello totalmente blanco de él. Aún así, no se sintió cohibida de mostrarse desnuda, estaba segura de que su cuerpo tenía suficientes encantos para motivarlo y él superó sus expectativas. Esa primera vez fue maravillosa. Justo ahora, se percataba de que todo no fue perfecto, algo había fallado. Cuando ella le sugirió el uso de preservativo, él se negó, aduciendo que no era necesario, pues era un hombre tranquilo, no se enredaba con cualquiera, lo que le ocurría con ella era algo especial. De estúpida, le creyó. ¡Qué tonta había sido!


El romance continuó marchando viento en popa. Él la esperaba todos los días para acompañarla en su recorrido habitual y se las arreglaban para tener sexo, al menos, una vez a la semana. Y si no lo hacían con más frecuencia, era porque ella dilataba los encuentros íntimos para exacerbar los deseos del hombre, le encantaba que le insistiera. Disfrutaba ese tipo de relación en la que ella decidía cuándo, cómo y dónde se verían. Se preparaba con esmero para esas ocasiones y ponía su mayor empeño en la plena satisfacción de los dos. En la medida en que se iban conociendo mejor, los momentos íntimos eran más placenteros. Eso sí, ella siempre supo que no se enamoraría de él, que sería muy bueno sexualmente hablando, pero no alguien con quien compartir inquietudes, pensamientos, sentimientos, ni siquiera para entablar largas conversaciones sobre cualquier tema. Pero en fin, nadie es perfecto. Para lo que ella quería, una relación de sólo sexo, le venía muy bien.


De pronto, cuando más feliz estaba, todo se desplomó. Aparecieron las llagas, la soledad en el hospital y la torturante sospecha de estar infectada. Los resultados de los análisis médicos tardarían una semana. A medida que avanzaban los días el desánimo la invadía más. El clima también contribuía a aumentar su depresión. Después de las fuertes lluvias, los días se mantenían nublados, grises. Inactiva, veía pasar las lentas horas. Trataba de disipar la tristeza releyendo por enésima vez los versos de una antología de poetas hispanoamericanos pero al rato volvía a sus sombrías elucubraciones. Algunas veces, llena de rencor y amargura hacia el que consideraba culpable de sus desgracias, se entretenía ideando diferentes formas de provocarle la muerte, si el diagnóstico le era adverso. Pero al rato, sabiéndose incapaz de matar ni una mosca, se burlaba de sus ideas asesinas y se sumía en un profundo desaliento. Meditaba en lo frágil y valiosa que era la vida, no valía la pena arriesgarla por unos fugaces instantes de placer.


La tarde anterior a la fecha en que se cumplía el plazo para conocer el diagnóstico, pasó por la sala un pastor que le regaló una pequeña Biblia de bolsillo. La abrió al azar y leyó: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación”. Aquellas palabras tocaron su corazón. Se identificó con el consuelo que transmitía el versículo y continuó leyendo, conmovida, el Sermón de la Montaña. Una grata sensación de paz interior reemplazó al desasosiego. Esa noche, la enfermera que le administraba los medicamentos se sorprendió al escucharla hablar con fluidez. Los dolores se habían aliviado y ya tragaba sin dificultad. Estaba preparada para enfrentar el veredicto del día siguiente. Alentada por la mejoría, albergaba la esperanza de que solo fuera un padecimiento pasajero. Pero si desafortunadamente se cumplían los pronósticos, sacaría fuerzas para luchar. Eso sí, en cualquier caso, del ingrato que no la había ido a ver ni una sola vez en su enfermedad, no quería saber nada. Ya no lo culpaba, reconocía su propia irresponsabilidad. Lo que no le perdonaba era su falta de solidaridad. En esta nueva etapa de su vida, él no tendría cabida. Sus percepciones de la vida habían cambiado, muchas cosas a las que antes daba suma importancia, habían perdido su relevancia. Ahora daba prioridad a otras que nunca valoró.

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