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Foto del escritorAleida García

De Blanquita a Laika

Actualizado: 11 oct 2022

El joven, detrás del mostrador de su quiosco, atendía a la escasa clientela mientras observaba el ajetreo mañanero de la feria, que recién empezaba a animarse. Aún estaba cerrado el puesto de los helados, pero ya se formaba una incipiente cola. Entre los que esperaban, estaban una chica y un chico, ambos entrando en la adolescencia y muy parecidos físicamente, que se entretenían jugando con una preciosa perrita blanca semejante a un juguete de peluche. Comentó con su hermano, que en ese momento llegaba, lo contenta que se pondría su hijita con un regalito así. En eso se armó cierto revuelo, iba a comenzar la venta de helados y los adolescentes, que muy cerca de ellos se protegían del sol veraniego, corrieron a ocupar su lugar en la fila. Se encontraron con otros chiquillos y entre saludos y risas, momentáneamente se distrajeron de la mascota, que regresó al lugar donde antes estaban. El vendedor le hizo una seña a su acompañante, que con presteza la tomó y se la alcanzó. Cuando los niños se acordaron de la perrita, ya esta se alejaba de la feria, dentro de una bolsa de tela, en la bicicleta de su raptor. Al feriante no le conmovieron las lágrimas de la niña ni el desespero del muchachito. Más bien se divirtió con la infructuosa búsqueda, a la que se sumaron los amigos. Durante horas escuchó sin remordimientos los gritos de: “¡Blanquita, Blanquita!”

En efecto, a la pequeña le encantó el obsequio. Al principio andaba para todas partes con la perra, aunque con el paso de los días el entusiasmo disminuyó, lo que hasta cierto punto fue conveniente, porque los padres se habían divorciado y ella estaba pasando las vacaciones en casa de la abuela paterna, pero al concluir el verano regresó con su madre, la que advirtió que en el departamento donde vivían no podían tener perros. Con el inicio del curso escolar, otros asuntos captaron su interés y pronto olvidó a su fugaz compañerita de juegos. Poco tiempo después, el padre se mudó con su nueva pareja y le tocó a la abuela quedarse a cargo de Blanquita, a regañadientes, porque no le gustaban los perros y nunca fue su intención tener alguno.

En esos meses, ya Blanquita había crecido más de lo esperado, convirtiéndose en un hermoso ejemplar que todas las mañanas se escabullía por el portón del jardín para acompañar a su ama hasta el centro de trabajo, donde con su belleza, había causado sensación entre la mayoría de los trabajadores. Solo unos pocos aguafiestas consideraban que ese no era un lugar indicado para perros, provocando la airada respuesta de los fans de Blanquita. ¿Sería posible que a alguien le molestara la presencia de una peluda tan linda, simpática y juguetona, que no le hacía daño a nadie? Si era adorable. El director, para no enfrentar a tantos partidarios, se hizo el de la vista gorda. El más incondicional admirador de Blanquita era un individuo bufonesco y bastante inmaduro, aunque ya sobrepasaba los cincuenta años. No tenía hijos, ni siquiera mascotas. Durante la jornada laboral la colmaba de caricias y cuidados, llegando hasta a bañarla en la fuente del patio, sin prestar atención a la empleada de limpieza que rezongaba en voz baja. Con tantas atenciones, se ganó el cariño de la perra, que lo seguía fielmente a todos lados. La dueña se la quiso entregar, pero él declinó la oferta, su esposa no toleraba a los animales. Eso sí, estaba dispuesto a ser su padrino. Por lo pronto, considerando que el nombre de Blanquita era demasiado común, se lo cambió por Laika, como la ilustre viajera al cosmos. La dueña, a la que todo le daba exactamente igual, no puso objeción y los demás opinaron que era más apropiado para una perra de su linaje. Algunos pensaban que en vez de ser una poddle, era un ejemplar de perrito habanero, una raza casi extinta. Otros, en cambio, opinaban que era demasiado grande y por sus características físicas, creían que descendía de un cruce con samoyedo. En lo que todos coincidían, era en considerarla un primor, sin importar que no fuese de raza pura. Cuando al mediodía, junto a sus protectores, llegaba al comedor obrero, de varias mesas la llamaban sus admiradores para echarle comida directamente al piso, ignorando el malestar de los empleados que después tendrían que limpiarlo. Con frecuencia, sus madrinas le obsequiaban golosinas y si una entrometida advertía que los canes no debían comer dulces, argumentaban que toda la vida se las habían dado a los suyos, sin que les hiciera daño. Además, era tan divertido ver lo contenta que se ponía. En fin, era una perra mimada y feliz.


El tiempo transcurrió y un buen día (o quizás, un mal día), Laika entró en celo. Para su padrino eso fue un acontecimiento, estaba más alborotado que la jauría empeñada en entrar en el edificio, tras el olor inconfundible. Llegó al extremo de llevar hasta el patio al candidato seleccionado entre los pretendientes y facilitarle la tarea sujetando a la excitada perra. A la entrometida y otras mujeres, que se indignaron con tan grotesco espectáculo y lo llamaron aberrado, no les hizo el menor caso y las tildó de mojigatas. A su debido tiempo, Laika parió tres lindos perritos. Como la dueña se quejaba de que no podía mantenerlos y quería a toda costa deshacerse de ellos, tres compañeras de trabajo, que tenían niños, los adoptaron. La entrometida prefirió al que era idéntico a la madre. Cuando se lo entregaron, comprobó con horror que el perrito estaba infectado de parásitos. Gastó un dineral en la clínica veterinaria para desparasitarlo, pero no demoró mucho en sanar. Fue el único sobreviviente, los hermanos tuvieron un triste final, sus nuevas dueñas no quisieron complicarse y optaron por botarlos.

Al igual que sus hijos, Laika también tenía pulgas y garrapatas. Ya sin sus crías, volvió a las andadas. Ahora presentaba un lamentable aspecto, flaca, su hermoso pelaje blanco estaba sucio y enmarañado, la piel erosionada porque se rascaba constantemente. En la oficina, sus antiguas admiradoras no querían ver a esa perra sarnosa, como le decían. Su padrino le respondía con patadas cada vez que el pobre animal intentaba acercársele, buscando los juegos y caricias de antaño. A pesar de ello, la infeliz insistía, sin comprender tan extraña actitud. En el comedor, lejos de darle comida, nadie permitía que se acercara a las mesas y reclamaban que no debían dejarla entrar. La entrometida le preguntó a la dueña por qué no la llevaba al veterinario, con un tratamiento adecuado pronto estaría bien. Esta le contestó que no disponía de transporte y la clínica quedaba lejos. Le había pedido al director un auto de la piquera estatal, pero se lo negó. Persistente, la entrometida se dirigió al padrino de Laika, que tenía un automóvil particular. El sujeto reaccionó airado, ni que estuviera loco para aparecerse con ese esperpento en una clínica. No, él no tenía nada que ver con ese asunto. Una de las madrinas era la que más exigía que prohibieran la entrada de la perra. La entrometida le recordó que anteriormente había sido una ardiente defensora de su permanencia en el local. Ofuscada, la mujer respondió que en aquella época era muy bonita y limpia, pero se había convertido en un asqueroso adefesio. ¿Y a que venía tanta preocupación por Laika, si jamás le había demostrado simpatía? Como siempre, nadando contra la corriente. En vano trató la entrometida de explicarle que no se trataba de un cariño tardío, simplemente era compasión hacia un animalito hambriento y enfermo. Nadie la entendía.

La dueña, abrumada por las quejas que se incrementaban, declaró que ya Laika no era suya, había arreglado el portón para que no entrara ni al jardín de su casa. No quería saber de ella, ya era una perra callejera. Finalmente, el director, presionado por las constantes reclamaciones, tomó cartas en el asunto. El auto que no podía llevarla a la clínica, si estaba disponible para botarla.

Una mañana, al no ver a la perra, la entrometida preguntó por ella. La ex dueña le comunicó que la tarde anterior, al finalizar la jornada, la habían dejado en un lugar apartado, lejos de la ciudad.

- ¡Pobre Laika! – se compadeció la entrometida- no está preparada para subsistir en el campo. No podrá sobrevivir.

- Quizás si – intentó tranquilizarla la otra- cerca se veían varias casas. A lo mejor, en alguna la adoptaron.

- ¿De veras crees que alguien la va a querer en esas condiciones? Si tú, que permitiste que se la robaran a aquellos niños y la viste crecer a tu lado, la abandonaste cuando más te necesitaba – fue la cáustica respuesta de la impertinente entrometida.




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