Era un pueblo tranquilo, casi olvidado. Uno más de la campiña cubana. Había tenido épocas mejores, pero con el cierre del cercano central azucarero y la desaparición de otras empresas, la desidia y el abandono lo habían sumido en una especie de letargo. Por eso, la llegada de un turista extranjero había causado sensación entre los habitantes. Se hospedaba en el único centro de alojamiento del lugar, un pequeño motel en las afueras. Dijo llamarse Klaus y un apellido impronunciable. Era un alemán de cuarenta y tantos años, muy alto, de fuerte constitución y bastante comunicativo. Se expresaba en un español con marcado acento gutural, pero medianamente entendible y además se auxiliaba de un diccionario bilingüe que siempre llevaba consigo. Mientras se refrescaba en la piscina, había entablado conversación con el cantinero del bar. Visitaba la isla por tercera vez, ya conocía la capital y el famoso balneario y ahora estaba recorriendo lugares alejados de las rutas turísticas para intercambiar más con los ciudadanos comunes y palpar, de primera mano, la realidad del país. De paso, también quería conocer mujeres jóvenes. Su interlocutor, estimulado por la abundante propina, se brindó para ayudarlo. Los fines de semana la piscina abría para la población y a falta de otro entretenimiento, acudían muchas muchachas, había varias mulatas espectaculares. El turista, tajante, le aclaró que no le gustaban las morenas, prefería las rubias. Aunque allí no abundaban, al día siguiente, un sábado, el barman le mostró unas cuantas, pero ninguna lo entusiasmó. El domingo, en cambio, sí se mostró vivamente interesado por una, en cuanto se la presentaron. No era bonita, pero, en fin, para gustos se hicieron los colores, pensó el intermediario.
A partir de ese día, fueron inseparables mientras permaneció el extranjero en el pueblo. Desde el principio, él le declaró su deseo de iniciar una relación amorosa y la joven estuvo de acuerdo, no porque le inspirara una especial atracción física, sino porque aquel hombre tan caballeroso, solícito, atento, que constantemente le hacía espléndidos regalos, la hacía sentir como una reina. El pretendiente se empeñó en conocer a sus padres para manifestarles sus serias intenciones y todos los familiares quedaron encantados con su manera de ser, jovial, cortés, educado, aparte de que no era nada tacaño. Les contó que era dueño de una lucrativa empresa, estaba divorciado y tenía una hija de dieciséis años.
El romance no pasó inadvertido en el vecindario y pronto empezaron los comentarios al respecto. Alguien opinaba que el germano tendría mucho dinero, pero no buen gusto, porque la joven, larga, flaca, desteñida y narizona, de linda no tenía nada. Otro, lo acusaba de ignorante. ¿No sabía que en Europa el prototipo de belleza y elegancia eran precisamente las rubias de ojos claros, altas y delgadas? Solo tenían que mirar las modelos en las revistas de moda. Continuaba explicándoles cómo los cánones de belleza variaban según las regiones, hasta que alguno lo interrumpía, preguntándole de qué porte y elegancia hablaba si esa chica no tenía gracia para caminar, ni caribeña parecía, además, para qué venir de tan lejos buscando un tipo de mujer que en su país había a montones y de seguro, más bellas. Otra persona intervenía, recomendando que no fueran tan envidiosos. Si bien la muchacha no se distinguía por hermosa, culta o inteligente, era una buena persona, sencilla, sin artificios y mucho más joven que el alemán, que, como hombre de mundo, sabría reconocer esas dotes por encima de las bellezas plásticas que solo estarían con él por su dinero. El debate generalmente finalizaba con frases tales como “la suerte es loca y a cualquiera le toca”. Discusiones por el estilo eran frecuentes por esos días en aquel pueblo aburrido, donde nunca pasaba nada fuera de lo común.
Ajenos a las murmuraciones, los novios hacían sus planes. Klaus la invitó a viajar por tres meses a su país para que pudieran conocerse mejor e intimar más. Si todo resultaba satisfactorio, regresarían para la boda y después de casados volverían a Alemania y se establecerían definitivamente allá. Cuando les comunicó sus propósitos a los padres de la novia, la madre manifestó su preocupación, porque a la joven hacía poco tiempo le habían detectado, en unos exámenes médicos por una anemia recurrente que padecía, que tenía Rh neutro, un tipo de sangre rarísimo, conocido como sangre dorada, porque muy pocas personas en el mundo lo portaban. De hecho, en el país, ella era el único caso reportado porque, aunque era genético, en realidad ellos la querían como hija propia, pero no eran los padres biológicos. La verdadera madre, que era su mejor amiga, la había dejado a su cuidado, antes de salir ilegalmente, con toda su familia, en una riesgosa travesía hacia Estados Unidos. La pequeña tenía solo dos años y la madre no había querido exponerla al peligro, pensando en después reclamarla por vía legal. Nunca más se supo de las quince personas que viajaban a bordo de la precaria embarcación. Al parecer, la lancha, por algún mal tiempo, zozobró en alta mar, y todos perecieron. Según les explicó el hematólogo, los portadores de sangre dorada podían llevar una vida normal, pero teniendo la precaución de extraerse sangre cada cierto tiempo y guardarla de reserva por si necesitaban una transfusión, ya que, aunque podían donarla a cualquiera, ellos solo toleraban esa sangre específica. El alemán, que había escuchado con mucha atención los pormenores, la tranquilizó, asegurándole que lo primero que haría, al llegar allá, sería llevarla a una clínica especializada.
Terminadas las vacaciones, el novio se fue, dejándole dinero suficiente para cubrir todos sus gastos, sin privarse de nada. A menudo la llamaba por teléfono preocupado por saber cómo marchaban los trámites con la embajada para obtener la visa. En cuanto se la concedieron, partió la joven, muy ilusionada, a reunirse con él. Dos veces a la semana se comunicaba con la madre. Le narró las peripecias del viaje en avión, del largo trayecto desde el aeropuerto hasta el precioso chalet, con piscina climatizada y un bello jardín, donde vivían, del hermoso paisaje que lo rodeaba y del frío que ya se sentía, aunque aún estaban en otoño. En la misma semana de su llegada, le comentó que Klaus la había llevado a hacerse un chequeo médico, la habían examinado diferentes especialistas, hematólogos, oftalmólogos, etc., todo estaba bien, no había de qué preocuparse. La mamá le decía que se había convertido en la celebridad del pueblo, todos querían saber cómo le iba en su nueva vida, las amigas preguntaban si el novio no tenía parientes o amigos que les gustaran las cubanas, todas soñaban con conquistar extranjeros que las salvaran del tedio en que vivían. La muchacha le contestaba que aún no había conocido a nadie, ni siquiera a la hija de su prometido. En realidad, se sentía muy sola, Klaus tenía mucho trabajo, muchas veces se quedaba a dormir en un departamento que tenía en la ciudad. Ella se había ofrecido a acompañarlo, pero él le decía que allá se iba a sentir peor, encerrada en un pequeño departamento todo el día. Le pedía que tuviera paciencia, que pronto todo se normalizaría. Aunque solo viniera a la casa los fines de semana, la llamaba diariamente y estaba al tanto de todos los detalles. Por suerte, podía comunicarse con la sirvienta, una española de mediana edad. A veces le costaba trabajo entenderla porque hacía 30 años que había salido de su país, al casarse con un alemán, y no tenía con quien hablar en su idioma natal. El matrimonio hacía 18 años que trabajaba allí. Vivían en una casa al fondo de la propiedad. Aunque Klaus, que era bastante clasista, le había advertido que no se relacionara con la servidumbre, ella, para entretenerse, conversaba a menudo con la criada. En una ocasión le había preguntado por la hija y la exesposa de su novio y se había enterado que la pobre niña era ciega. La sirvienta le contó que la pequeña padecía de atrofia corneal, una enfermedad que había heredado de su mamá, pero la afección de la hija era más severa y para colmo de males, también tenía un problema genético en la sangre, que hacía muy difícil que tuviera éxito una cirugía que le devolviera la vista. La empleada creía que por esa causa se habían divorciado porque desde que la chica empezó a perder la visión, discutían mucho y se culpaban mutuamente. Quizás por eso él evadía hablar del tema.
Aún no llevaba un mes en Alemania, cuando la joven le informó a su mamá que su prometido le había propuesto una cirugía estética para arreglarse la nariz. Le había mostrado un catálogo y juntos habían elegido una naricita de lo más bonita. Ella nunca había estado satisfecha con su nariz así que eso la alegraba mucho. La última vez que hablaron fue en el día señalado para la operación. La muchacha le comentó que ya había firmado unos documentos, en alemán, por supuesto. Klaus le explicó que allí eran muy metódicos y había que dar, por escrito, el consentimiento para cualquier intervención quirúrgica. Después de eso, los padres no recibieron más llamadas y cuando la llamaban, no respondía. Estaban desesperados, sin saber adónde acudir. En ese momento se dieron cuenta de lo poco que sabían de aquel hombre, solo el nombre y quizás fuera falso. Al fin, un mes después, los llamó el alemán para comunicarles, escuetamente, que fueran a buscar a su hija al día siguiente al aeropuerto. El noviazgo se había roto, no obstante, él le había transferido una cuantiosa suma. Cuando los padres escucharon el importe, quedaron estupefactos. Bueno, la chiquilla tenía asegurado su futuro. Le pidieron hablar con ella, pero colgó.
En el aeropuerto, la madre, sobrecogida, vio llegar a su hija, con la misma nariz, pero en una silla de ruedas y una expresión extraña, como ausente, en el rostro. Angustiada, dio un grito y corrió hacia ella. La joven, al escucharla, se incorporó y la buscó a tientas, mientras clamaba: “Mis ojos, mamá, me robaron mis ojos”
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