En memoria de mi hermana, recientemente fallecida
Cuando una hermana parte para siempre, no solo perdemos su presencia física, también se van aquellos momentos de nuestra infancia y primera juventud, que ya no tendremos con quien rememorar.
Entre tantas vivencias compartidas con mi hermana, recuerdo las tres noches de terror que juntas vivimos cuando éramos una par de chiquillas impresionables y fantasiosas. Yo con quince años y ella, dieciséis. Vivíamos en el campo, en una típica casa campesina y compartíamos el mismo dormitorio, separado de la sala por una pared de tablas. Una noche nos despertó un sonido proveniente de la sala, de la butaca que estaba más cercana a la pared de la pieza donde dormíamos. Era el ruido característico que haría alguien que estuviera sentado al incorporarse. Inmediatamente oímos un repiqueteo como de zapatos de tacones altos y finitos, con chapita de metal, que se dirigía al comedor, atravesando la puerta cerrada, giraba hacia la cocina, se detenía un instante frente al fregadero y volviendo sobre sus pasos regresaba al comedor e iba directamente hacia la puerta, por supuesto cerrada, que daba al camino, donde desaparecía. Al fin pudimos hablar. Ambas, muertas de miedo, habíamos escuchado lo mismo. No dormimos más y en cuanto amaneció, les contamos a nuestros padres lo que había sucedido. Mi papá, incrédulo siempre, nos regañó por no haberlo llamado, no entendía que el pánico nos había inmovilizado. Entonces trató de hallarle una explicación lógica. Era cosa sabida que en la noche los muebles de madera se contraían por la diferencia de temperatura, seguramente eso ocasionó el ruido que nos despertó. Era un razonamiento plausible, pero… ¿y los pasos que atravesaban puertas cerradas? Él opinaba que podía ser el gato porque quizás, la puerta que comunicaba a la sala con el comedor había quedado entreabierta. No estábamos muy convencidas, pero con mi padre era imposible conjeturar sobre fenómenos paranormales.
A la noche siguiente, después de cerciorarnos de que la puerta estaba herméticamente cerrada y el gato fuera de las habitaciones, nos fuimos a la cama algo predispuestas. Al cabo de un rato nos quedamos dormidas, para despertarnos con el crujido inicial de la butaca e idéntico taconeo con igual recorrido inexplicable, sin respetar puertas cerradas. De nuevo, aterradas, no pudimos avisarles a nuestros padres. Seguimos despiertas hasta el otro día. Mi papá, como ya la teoría del gato era insostenible, optó por decirnos que si insistíamos en no advertirle a tiempo, para que él pudiera esclarecer los hechos y éramos tan ignorantes que lo atribuíamos a espíritus de ultratumba, no debíamos quejarnos más, pues no nos haría el menor caso. Mi mamá, en cambio, no estaba tan segura de la ausencia de causas extraterrenales. Le preocupaba que en esa casa había vivido anteriormente mi madrina, que había fallecido joven, aunque al momento de morir, residía en otro lugar. Nos asustamos más todavía, cuando hizo el comentario de que a la difunta le gustaban los zapatos de tacón alto. Creía reconocer aquel taconeo rítmico y apurado que nosotras describíamos.
En la tercera noche, los singulares sonidos nos encontraron despiertas, a horas muy avanzadas. Los hechos se repitieron con exacta similitud. Una vez que los pasos dejaron de escucharse, nos armamos de valor y llamamos a nuestro padre, que rápidamente se levantó y comenzó la inspección. Nosotras les seguíamos, acobardadas. En la sala todo parecía normal. Abrimos la puerta y entramos al comedor. Al encender la luz, el gato, que dormía ovillado sobre un taburete, guiñó los ojos y se estiró cuan largo era. Mi papá, auxiliado de una linterna, no muy necesaria, pues era una clara noche de luna llena, traspasó el umbral y salió al patio. Alumbró el camino, que se veía desierto. Después de dar una vuelta alrededor de la casa, regresó tranquilo. Nada extraño había observado. A nosotras, que nos habíamos quedado paradas en la puerta, nos conminó a que durmiéramos confiadas en que nada malo nos pasaría. Como no tenía mejor justificación, llegó a la conclusión de que todo había sido fruto de nuestra exaltada imaginación, reiterando que los fantasmas no existían.
Al otro día mi hermana, tan ojerosa y malhumorada como yo por las malas noches, anunció que no volvería a ocupar jamás aquel dormitorio al lado de la sala embrujada. Se trasladó para la pieza donde dormían nuestros hermanos menores y allí permaneció hasta que se casó unos años después. De modo tal que, obligada por las circunstancias, no tuve otro remedio que enfrentar sola mis peores miedos. Presa del pánico, esa larga noche no pude conciliar el sueño. En vela, entre temblores y oraciones, tapada de pies a cabeza, oí pasar las lentas horas esperando lo que tanto temía y que, por cierto, no sucedió. Reinó un absoluto silencio hasta que los gallos anunciaron el alba. Desde entonces, dormí a pierna suelta mientras viví en aquella casa, feliz de disponer de una habitación para mí sola.
A mi hermana no le gustaba hablar de este tema, que a pesar de los años transcurridos, la seguía impresionando. Yo, como buena hija de mi padre, de vez en cuando escudriño cada detalle, que recuerdo como si hubiera ocurrido ayer, tratando de descubrir una posible causa, hasta que mi piel se eriza y me estremezco, con un escalofrío que recorre mi columna vertebral.
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