A propósito de virus y pandemias, de cloro, guantes y mascarillas, recuerdo una vieja anécdota de principios de siglo. Cuando el SIDA sembraba el terror a nivel mundial, yo trabajaba en un sanatorio para seropositivos al VIH. En aquella época, la estrategia cubana para contener la propagación de la epidemia, consistía en ingresar a los diagnosticados con el virus, proporcionarles los medicamentos, darles apoyo psicológico y enseñarles a vivir con la enfermedad. Generalmente, después de varios meses, si se comprobaba que no representaban un peligro para la sociedad, eran dados de alta y solo debían acudir a las consultas y chequeos médicos. De modo tal que solo permanecían internados permanentemente aquellos que por su deteriorada salud así lo requerían o los casos sociales que carecían de los recursos necesarios para enfrentar la enfermedad. También había un pequeño grupo que por tener comportamientos inadecuados se consideraban de alto riesgo y no se les concedía la condición de portadores ambulatorios. En esos centros los pacientes eran atendidos con esmero, se alimentaban adecuadamente, disponían de confortables cabañas individuales y tenían cubiertas todas sus necesidades materiales. Muchos se adaptaban a vivir allí y se sentían más seguros. Otros, añoraban su libertad. Entre los inadaptados estaba un joven de fuerte complexión física, rostro agraciado y hermosa sonrisa de dientes muy blancos en contraste con la piel oscura. Tenía una presencia viril, con derroche de sex appeal. Había ingresado junto a su pareja unos años atrás. Tiempo después habían salido, pero a él, por su conducta promiscua e irresponsable, lo habían vuelto a internar. Lo vigilaban con cautela porque se rumoreaba que algunas noches se escapaba saltando el alto muro y después regresaba por la misma vía sin que lo advirtieran, pero nunca lo habían podido sorprender.
Un amanecer, el guardia de seguridad en su ronda habitual, sorprendió a una adolescente merodeando por los alrededores de las cabañas. Al interrogarla, confesó que había entrado brincando el muro y estaba buscando, precisamente, al atractivo negro. En presencia del director, contó que la noche anterior se había encontrado con él en un centro nocturno. Aunque sabía que era seropositivo, le gustaba mucho. Habían bailado y compartido algunas caricias, pero después la había forzado a tener sexo sin protección. De inmediato, el director citó a la madre de la niña, que solo tenía 14 años, y avisó a las autoridades. Después de la noche de juerga, el hombre dormía a pierna suelta cuando llegaron los policías. Lo detuvieron, acusado de violación a una menor, propagación de epidemia y evasión del régimen sanatorial. Una vez formulados los cargos e iniciado el proceso judicial, el demandado fue devuelto al sanatorio hasta la fecha del juicio.
Vinieron entonces días tensos, el nerviosismo era general, los ánimos de pacientes y trabajadores estaban exaltados. Para acentuar la intranquilidad, el presunto culpable se paseaba por las áreas comunes del sanatorio con aires provocativos, acompañado de varios internos que lo apoyaban abiertamente. El enrarecido ambiente presagiaba momentos difíciles. Una tarde, finalizada la jornada laboral, me disponía a salir cuando vi al sujeto parado en la puerta de mi oficina. En una mano sostenía, por el asa, un balde de medianas proporciones. En la otra portaba, a modo de lanza, un palo largo, casi de su tamaño. Con el musculoso torso desnudo, semejaba un guerrero africano. Sobre todo, me impresionó el extraño fulgor en su mirada. Grité asustada y se fue. Dos compañeros de trabajo, que estaban presentes, trataron de calmarme. No había nada que temer. Era solo un alarde de guapería. Además, a tipos de esa calaña no se les podía demostrar miedo, porque eso los hacia más soberbios. Yo insistía en que algo malo iba a pasar, lo había visto en sus ojos llameantes. De pronto, escuchamos un bullicio proveniente del local donde consultaba el director, que además fungía como médico del centro asistencial. Nos unimos a varias personas que corrían hacia allá. Ya en el lugar nos enteramos de los hechos. El individuo había entrado como una exhalación en el consultorio, arrojando sobre el médico, que atendía al último paciente de la jornada, el hediondo contenido del balde, una asquerosa mezcla de heces fecales y orines. Después, esgrimiendo el madero, había huido velozmente.
El nauseabundo olor llegaba hasta el exterior del local. En el interior, las auxiliares de limpieza ya habían comenzado sus labores de higienización. Había excrementos por todas partes, pisos, muebles, paredes. En solidaridad con ellas, el resto de los trabajadores nos ofrecimos a colaborar. Nos repartieron guantes, mascarillas y cloro. En mi caso, la enfermera me pidió que la ayudara en la limpieza y desinfección de las carpetas de las historias clínicas de los casos atendidos ese día. En eso estábamos cuando se nos acercó la victima de tan inusual agresión. Aturdido, preguntaba por sus espejuelos, extraviados en medio del caos. Los necesitaba imperiosamente porque era miope. Se había duchado y vestía, a falta de otra ropa, una bata de hospitalizado. Pálido, con su figura flaca y desgarbada, parecía un enfermo en fase terminal. Sentí pena por él. Se había dedicado con esmero y profesionalidad, durante los últimos diez años, al cuidado de los pacientes de toda la provincia, tratando por todos los medios de alargarles la existencia. Hay que tener en cuenta que hace 20 años no existían los eficaces medicamentos que se utilizan hoy en el tratamiento de los infectados con el VIH, lo que hacía más ardua su tarea. Como premio a sus desvelos, recibía un balde de inmundicias. Más tarde se supo que el agresor llevaba días defecando en la cubeta hasta recolectar la cantidad suficiente para llevar a cabo el ignominioso ataque. Quizás hasta sus amigos hicieron sus aportes. No obstante, la mayoría reconocía sus esfuerzos. Al día siguiente, en acto de desagravio, la madre de un paciente le entregó un ramo de flores con estas palabras: “unos le tiran mierda, nosotros, los agradecidos, le regalamos flores”.
Para mayor frustración, la madre de la muchachita, inexplicablemente, retiró la denuncia por agresión sexual y se negó a hablar sobre el tema. Hubo sospechas de amenazas por parte de la mujer del violador, que la había visitado a raíz de los hechos, pero no se pudo comprobar.
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