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Foto del escritorAleida García

El camionero

En aquel internado de enseñanza primaria, situado en un bello paraje de las afueras de la ciudad, funcionaba, una vez terminado el curso escolar, un plan vacacional para niños con problemas sociales o que por otras causas no podían estar con sus padres. Yo, muy joven, iniciaba mi vida laboral allí, como secretaria. Para las tareas de abastecimiento de víveres y otros insumos, la administración alquiló los servicios de un camión particular. El propietario era un hombre sumamente atractivo, trigueño, alto, delgado, pero fuerte. En el rostro viril, de armoniosas facciones, destacaban los hermosos ojos de alegre mirar y la espontánea sonrisa que dejaba ver una perfecta hilera de dientes blancos y parejos. Además, era muy simpático, para nada orgulloso. Al verlo, la bibliotecaria, mujer de unos cuarenta años, algo mayor que él, lo saludó efusiva. Se conocían, ambos habían nacido en el mismo pueblo. Ella me contó que de adolescentes habían tenido una relación amorosa. Se había enamorado de él y hasta se disgustó con sus amigas por su causa. Todas rivalizaban por captar la atención del lindo muchacho, que disfrutaba de la vida sin mayores responsabilidades. Era hijo único, sus padres tenían buena posición económica. Antes de cumplir los veinte años, la familia había vendido sus propiedades en el campo y se habían establecido en la ciudad, en una hermosa casa frente al mar. Después, los padres murieron. Él era casado y tenía un hijo. Además del camión, poseía un Buick 57, blanco y rojo, que era una belleza. (Si tenemos en cuenta que después de 1959 no entraron más automóviles norteamericanos al país, aquel auto era un verdadero lujo). Me confesó que sabía tantos detalles porque seguía viéndolo de tarde de tarde y que, a pesar de estar casada, aún le gustaba. Algunas veces la sorprendí, insinuándosele, pero él reía divertido sin hacerle caso. Prefería coquetear con las jovencitas. Aunque me doblaba la edad, a mí me hacían gracia sus zalamerías, las tomaba como un juego. Conversábamos y reíamos mucho. Nos convertimos en buenos camaradas. A veces llevaba a su hijo de seis años, bonito, risueño y despierto. Cuando salía a cargar mercancías, el chico prefería quedarse conmigo en la oficina. Yo accedía encantada porque era un niño bien educado, no tenía las majaderías tan comunes a esa edad. Le gustaba dibujar y que le narrara cuentos infantiles. También me acompañaba en mis recorridos por la instalación y cuando tenía poco trabajo, lo llevaba a buscar guayabas. Me parece verlo corretear feliz por el guayabal. Era un chiquillo adorable, me encariñé con él.

Todos los recuerdos que tengo de aquel distante verano, están, de un modo u otro, ligados a la presencia del camionero. Al finalizar el periodo vacacional se organizó una fiesta. Llegó en su flamante Buick en compañía de su elegante y altanera esposa y del chico, que corrió a saludarme, tan cariñoso como de costumbre. El padre, en cambio, se mostró frío y distante. Me molestó aquel ridículo cambio de actitud. Recuerdo que algunos de los presentes comentaron que, al parecer, le tenía miedo a la mujer. Se sentaron en una de las mesas más apartadas, bajo los cedros, y allí permanecieron, con cara de pocos amigos, ella, serio y circunspecto, él. Antes de que terminara la fiesta se marcharon. Los vi alejarse, todos hermosos, incluido el auto. Pasarían 14 años para encontrarme de nuevo con el camionero.

En el siguiente curso escolar, se incorporó al internado una profesora recién graduada. Una joven noble y sensible que de inmediato me simpatizó. Pronto nos hicimos amigas. Además de ser contemporáneas, compartíamos el amor por las letras. Ambas éramos lectoras empedernidas, intercambiábamos libros y muchas de nuestras conversaciones giraban sobre el tema. También me hizo algunas confidencias. Era de un pueblo de campo. Sus padres se habían divorciado siendo ella pequeña. Aunque quería a su mamá, no le perdonaba que hubiera engañado a su papá, el mejor padre del mundo, según ella, que lo adoraba. Había cursado los estudios secundarios becada en la capital. Siempre que iba al pueblo, permanecía más tiempo con el padre que con la madre, se entendía mejor con él. Cuando la bibliotecaria supo dónde había nacido y quiénes eran sus progenitores, se mostró muy sorprendida. Después, a solas, me reveló que conocía bien a la familia de la muchacha, especialmente, a la madre, ya que habían estudiado juntas y en un tiempo habían sido grandes amigas. Aquel era el mismo pueblo de donde provenían ella y el camionero que había trabajado allí el verano anterior. Es más, en realidad, ese era el verdadero padre de la joven. La madre había tenido un romance con él, mientras mantenía un noviazgo con el hombre que después sería su esposo. Al quedar embarazada, se las ingenió para adjudicarle la paternidad al novio y apurar la boda. Prefirió que el padre oficial de la criatura fuera un hombre responsable, solvente, que la quería y no un jovenzuelo picaflor que no tomaba en serio a ninguna. Muy pocos conocían la historia y todos guardaron el secreto. Le pedí que no lo comentara con nadie más. Me aseguró que solo me lo había dicho porque estaba segura de mi discreción y que no quería verse envuelta en chismes y enredos. Pero de que era hija del camionero, no tenía dudas. ¿Acaso no había notado el parecido?, me preguntó. A decir verdad, no era tan notorio, mi amiga era bajita, gordita, de rostro redondo. Quizás se parecieran en los ojos oscuros, grandes y expresivos. O en la amplia y agradable sonrisa. O en el carisma y la simpatía. Más bien creo que lo que tenían en común era el halo de personas buenas, sin malicia, que los distinguía. Aunque nuestras vidas tomaron diferentes cauces, la amistad entre nosotras perduró. Por eso supe, unos años más tarde, que se había casado y tenía una niña.


Un atardecer otoñal entré, en compañía del que entonces era mi novio, a un bar en el centro de la ciudad. Nos instalamos en las banquetas alrededor del mostrador. Dije algo y al oír mi voz, el hombre sentado a mi izquierda se viró hacia mí con presteza, saludándome con especial cariño. Trabajo me costó reconocer en ese hombre desaliñado y prematuramente envejecido, al apuesto camionero de antaño. Surcaban su rostro más arrugas que las que correspondían a su edad. Ya sus ojos no eran vivaces, su mirada tenía una expresión cansada. La sonrisa seguía siendo cálida y afectuosa, pero ahora mostraba espacios vacíos en la dentadura antes impecable. El cabello, salpicado de canas, necesitaba con urgencia un buen corte. En fin, poco le quedaba del atractivo físico que lo caracterizara en otros tiempos.


Repuesta de la sorpresa, le pregunté por su hijo. “Murió hace dos años”, me respondió con infinita tristeza. Quedé impactada, sin palabras. A continuación, me explicó que por su cumpleaños dieciocho le había regalado una motocicleta. Un mes después, saliendo de un centro nocturno ubicado en lo alto de la ciudad, había ocurrido el fatal accidente, bajando a toda velocidad la peligrosa cuesta, en estúpida competencia con otros jóvenes, todos pasados de tragos. Yo lo escuchaba en silencio, consternada. (Aún me duele la absurda muerte que segó, tan temprano, la existencia de mi tierno amiguito). Tal vez para desahogarse, me narró el giro que había dado su vida a partir de aquella aciaga madrugada. Buscando alivio para tanto dolor, recurrió al alcohol. Solo consiguió acabar con su matrimonio. La esposa le pidió el divorcio, argumentando que harta de sus infidelidades, solo por su hijo había mantenido la relación. Si ya no estaba, no tenían por qué seguir juntos. Mucho menos estaba dispuesta a soportar borracheras. Después de la ruptura, vivía solo en un pequeño apartamento, pues habían cambiado, por dos viviendas, la espléndida casa familiar. En la repartición de bienes, a la mujer le tocó el automóvil. Él se quedó con el camión, que era su sustento, pero se había roto y en ese momento estaba sin trabajar. “Lo perdí todo”, me dijo con una sonrisa que daba deseos de llorar. No había odio ni resentimiento en sus palabras, solo un gran pesar, un profundo desaliento.

Pude decirle que tenía una hija y hasta una nieta. Quizás esa información le diera una nueva razón para vivir. Pero, ¿quién era yo para inmiscuirme en la plácida vida de mi amiga, trastornándola con una noticia así? Tampoco el otro hombre, un padre ejemplar, merecía enterarse de la verdad, a esas alturas. Preferí callar.

La iluminación amarillenta y mortecina del local incrementaba la deprimente sensación que me invadía. Mi acompañante se percató y, contrariado por el cariz lúgubre que iban adquiriendo las horas placenteras que habíamos proyectado, intervino, anunciando que debíamos retirarnos. Me despedí del afligido camionero. Nunca más supe de él.



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1 Comment


Georgina del Valle
Georgina del Valle
Aug 18, 2021

MUY SENCILLO Y ENTRETENIDO, AUNQUE LE ENCONTRE 2 COSAS UNA Q NO SE EXPLICAR.... LO LEI Y ME PARECIA Q ESTABA EN CUBA, REALMENTE UNO CAMBIA DESPUES DE 20 ANOS FUERA ME GUSTARIA MAS IMPERSONAL E INTERNACIONAL, Y LO SEGUNDO EL FINAL PARA LOS TIEMPOS DUROS Q ATRAVESAMOS, NECESITAMOS UNA LECTURA QUE NOS DE ALEGRIA, OPTIMISMO O SEA CREO PERSONALMENTE QUE UN FINAL FELIZ SERIA BIENVENIDO, GRACIAS ALEIDA MUY BUENO CONTINUA CON TUS CUENTOS ESTAN MUY ENTRETENIDOS Y VEO Q TE AGRADA . FELICIDADES POR TU ESFUERZO, PARA SACARNOS DE LO COTIDIANO. TE DESEO MUCHO EXITO Y BENDICIONES MUCHAS, DISCULPA LO Q TE DIJE NI LO TOMES EN CUENTA, UN ABRAZO, GINA. 😍😍😍

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