La tranquila tarde de noviembre tenía un toque nostálgico. Sentada en un banco, a la sombra de un añoso álamo, disfrutaba de la fresca brisa y de la excelente panorámica que ofrecía el hermoso parque, que hacía las veces de un balcón sobre la ciudad y su bahía de variados azules. De vez en cuando, echaba un vistazo a mi hijo, que en solitario se distraía haciendo rodar una pelota. Luego volvía a contemplar, absorta, el espléndido paisaje, hasta que divisé a un hombre alto y delgado, entrado en años, pero erguido, que se acercaba llevando de la mano a un niño, más o menos de la edad del mío. Al llegar junto a mí, me preguntó si su nieto podía jugar con mi pequeño. Accedí y el chiquillo corrió jubiloso al encuentro con mi hijo. Llamó mi atención el trote inseguro, como si se tratara de un nene que recién empezara a caminar. También sonaban raros los balbuceos que emitía con una voz extrañamente finita. Eso motivó la infantil curiosidad de mi muchachito que, dejando el juego, acudió a preguntarme por qué aquel niño hablaba así. Azorada, solo atiné a responderle que esa era su forma de hablar, que todo estaba bien y que siguieran jugando. El abuelo, con semblante serio, intervino, diciéndole que su nieto, hasta hacía poco tiempo, hablaba y caminaba como él, pero había tenido un problema y por eso se comportaba de ese modo, que era algo pasajero y pronto volvería a la normalidad. Más tranquilo, mi pequeño regresó junto al otro y continuaron el juego, muy entretenidos. Entonces, el señor me pidió permiso para sentarse a mi lado y me narró la triste historia del chico.
Su único hijo había realizado estudios superiores en la capital. Una vez graduado, encontró una buena oferta de trabajo y se quedó a vivir allí. Se casó con una divorciada, mayor que él, que ya tenía una hija del matrimonio anterior. Un año después nació el niño, que solo contaba cinco meses cuando el padre se enamoró de una joven y se fue a vivir con ella. Su exmujer, despechada, le ponía trabas cada vez que iba a ver al bebé, obstaculizando por todos los medios la relación entre ambos, además de las peleas y los insultos que tenía que sufrir en esas ocasiones. Cansado de tanta polémica fue espaciando las visitas cada vez más, hasta que el pago de la pensión alimenticia llegó a ser el único vínculo entre ellos. Pero seis meses atrás, la inesperada muerte de la madre del niño, dio un giro total a sus vidas. Por ley, la tutela del infante le correspondió al padre, y desoyendo los ruegos de los angustiados abuelos maternos, con los que siempre había vivido el pequeño, se lo llevó con él, aunque a su pareja no le entusiasmó la intempestiva llegada de aquella criatura arisca que estorbaba sus planes. Una semana después, harto del perenne llanto del niño, que clamaba por la mamá, la hermanita, los abuelos y del rechazo hacia él, porque lógicamente, no lo recordaba, no encontró mejor solución que viajar a su provincia natal y dejarlo al cuidado de sus ancianos padres, que sabían de la existencia de ese nieto, pero nunca lo habían visto. Así, la pareja de sexagenarios, de golpe y porrazo, había experimentado una sacudida en la plácida vida de jubilados que llevaban. Asumieron la crianza del pequeño, pero se sentían superados por la difícil tarea. Para colmo de males, el niño comenzó a involucionar en su desarrollo sicomotor. Alarmados, consultaron con especialistas que le diagnosticaron un infantilismo regresivo. Incapaz de comprender el desarraigo al que había sido sometido, en su mente trataba de regresar a la época en que había sido feliz con los familiares que reconocía y con los que se sentía seguro.
A esa altura de la conversación, le pregunté por qué el padre, si en definitiva no lo tenía con él, lo había separado de los abuelos maternos. Mientras ellos recién empezaban a conocerlo y quererlo, los otros abuelos tenían ese camino adelantado y podían entenderlo mejor. El anciano me respondió que su hijo no quería que se criara con la familia de la madre porque se habían comportado muy mal, apoyando a la hija en sus acciones para mantenerlo alejado del pequeño. Le riposté que el padre del niño no solo estaba castigando a los abuelos, sino también a su propio hijo, víctima inocente que sufría las consecuencias del mal proceder de sus progenitores. Sin tener en cuenta el daño que le ocasionaban, ambos lo habían utilizado como rehén para saciar la sed de venganza, primero, la madre resentida, después, el padre rencoroso. Lejos de ofenderse por mi intromisión, el caballero asintió. En su rostro, de rasgos asiáticos, se advertía una resignada preocupación. Me confesó que se le oprimía el pecho cuando en las noches el niño lloraba desconsolado, sobre todo extrañaba mucho a su hermanita, con la que estaba muy encariñado. La psicóloga que lo atendía había dicho que era indispensable que viera a sus seres queridos y se normalizaran las relaciones entre ellos. El problema es que los viejos, que solo recibían una exigua pensión, no estaban en condiciones económicas para costear el largo viaje desde la capital para visitarlo. De entrometida, opiné que, por el bien del niño, el padre debía, al menos una vez al mes, llevarlo a ver a su familia. El hombre desvió la vista y con un rictus de amargura me explicó que su hijo se ocupaba muy poco del infeliz chico. Solo había ido dos veces, y por poco tiempo, a verlo. Al parecer, estaba demasiado ocupado.
Hace poco escuché que el nuevo Código de la Familia, promulgado en mi país, establece el derecho de los abuelos para ejercer la guarda y cuidado de los nietos, en situaciones análogas a este caso. Lamentablemente, para el pequeño rehén de este relato, esa legislación llega con 30 años de atraso. Nunca más supe de él. Quiero creer que con el tiempo logó superar los traumas sufridos a tan corta edad
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