Lejanos recuerdos de una mañana de septiembre. Comenzaba el curso escolar. A la hora del recreo, jugábamos, bajo el frondoso mamoncillo, en el patio de la modesta escuela rural. Un hermoso niño rubio, más o menos de mi edad, alentado por otros estudiantes, se acercó, un poco asustado pero decidido, y me besó en la mejilla. Me gustó y se lo devolví. Los demás aplaudieron, gritando que éramos novios. Contentos, los dos reímos. El noviazgo duró muy poco. En la tarde, todavía con la grata sensación, le conté a una prima mía, seis años mayor, que mi novio me había dado un beso. Me preguntó qué había hecho yo. Cuando respondí que también lo había besado, la gazmoña de mi parienta, escandalizada, me regañó. Así no actuaban las niñas decentes. Debí abofetearlo, según ella, para hacerme respetar. Mi alegría se esfumó. Me sentí culpable, aunque a mis cinco años, no entendía por qué, algo tan agradable, podía ser malo.
A la mañana siguiente, cuando el sonriente rubito vino corriendo a besarme, le propiné una bofetada. En aquel momento pensé que había hecho lo correcto, pero aún me apena recordar la mirada dolida y asombrada del pequeño, que se alejó cabizbajo, frotándose el cachete, entre las burlas de los chiquillos. ¡Era tan lindo y bueno! Siguió siéndolo, hasta que se fue, muy pronto, como dicen que se van los elegidos.
Aunque después del incidente infantil no me hablaba, lo veía con frecuencia, porque era compañero de estudios y mejor amigo de mi hermano. A los 20 años era un joven muy atractivo, inteligente, educado, sano de mente y de cuerpo. Alto, atlético, amante de los deportes, sobre todo de la pesca submarina, afición que lo llevó a la muerte. Recién graduado del Tecnológico, antes de comenzar su vida laboral, disfrutaba pescando, en los días finales de sus últimas vacaciones estudiantiles. Una tarde aciaga, iniciando septiembre, se ahogó durante una inmersión.
La tragedia causó gran consternación. Era un magnifico muchacho, apreciado por todos. Los padres, que vivían orgullosos de aquel hijo excelente, no pudieron reponerse de su pérdida. Al padre nunca más se le vio sonreír en el único año que lo sobrevivió. La madre, sumida en el dolor, lo siguió poco después. La desconsolada novia, una jovencita de espléndida cabellera dorada, también daba muestras de una profunda aflicción. Llevaban tres años de novios y lo adoraba. Mientras los suegros vivieron, habitualmente los acompañaba en las visitas dominicales al camposanto. No frecuentaba otros lugares públicos y dejé de verla.
Mucho tiempo después, en otro septiembre, nos volvimos a encontrar. Con sus cortos cabellos salpicados de abundantes canas, que no se molestaba en ocultar, sin maquillaje y con sobrepeso, representaba una década por encima de los cuarenta y tantos que por entonces tendría. Una velada tristeza aun opacaba sus ojos azules. En sus manos portaba un ramo de flores blancas. Como de costumbre, iba para el cementerio. Me contó que esas eran sus únicas salidas. Su centro de trabajo estaba situado cerca de su casa, por eso era difícil topársela en la calle. No había tenido otras relaciones amorosas ni había conocido a nadie, con las suficientes cualidades, para reemplazar en su corazón al hombre que seguía amando, aun después de muerto. Sin dudas, había dejado la vara demasiado alta.
Horas después, en la casa, comenté con mi hermano la admiración que sentía por ese amor tan grande, capaz de sobrevivir a la ausencia física durante tantos años. Cuando creía que solo en las novelas se amaba así, esa mujer me demostraba lo contrario. Mi hermano, con una leve sonrisa irónica, me reveló que en realidad, el difunto no estaba enamorado de ella. El día anterior al fatal accidente, un jueves, le había confesado que ese fin de semana rompería el compromiso. Era una muchacha dulce y buena, pero a su lado se aburría, tanta dulzura le empalagaba. El juvenil entusiasmo experimentado al principio, se había desvanecido, dando paso a un profundo hastío. No quería lastimarla, pero los planes de boda que se estaban fraguando sin que él se pronunciara al respecto, lo impulsaban a tomar la radical decisión. Ambas familias daban por sentado, que ya graduados los dos, en cuanto comenzaran a trabajar, se casarían. La idea de una larga y tediosa vida, en un matrimonio desabrido, lo exasperaba. No estaba enamorado de otra. Si bien le gustaban algunas chicas, que incluso se le insinuaban, no pretendía nada serio con ninguna. Solo quería ser libre, divertirse sin ataduras.
Las palabras de mi hermano me dejaron estupefacta. La infeliz había desperdiciado toda su juventud por un amor no correspondido. A esas alturas, teniendo en cuenta que la decepción que sufriría al conocer la verdad, seria devastadora y que ya habían transcurrido sus mejores años, lo más conveniente era que continuara ignorándola.
Ayer la vi, de nuevo en septiembre. Más vieja, apoyándose en un bastón, se dirigía a la farmacia. Me habló de sus achaques. Estaba jubilada y pasando estrecheces económicas con la mísera pensión que recibía. Lo peor era la abrumadora soledad. Sus padres habían muerto años atrás, no tenía hermanos ni otros familiares cercanos. Si al menos tuviera un compañero con quien compartir y la rodearan hijos, nietos, en vez de gatos, la vejez seria llevadera. Se lamentaba del absurdo sacrificio de su vida, aferrada a un romance juvenil, bonito, pero tan lejano que ya los detalles se desdibujaban en su memoria. A medida que la escuchaba, observé que un extraño fulgor acerado animaba su mirada, antes apagada. Sobresaltada, temí que estuviera perdiendo la razón. O quizás, la estuviera recuperando, aunque ya demasiado tarde.
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