Cuando salí al portal, me deslumbró la espléndida mañana dominical. La primera primavera de este siglo mostraba radiante todo su esplendor. Extasiada, aspiraba la fresca brisa y contemplaba el revoloteo de mariposas y ¡hasta un zunzún! en mi pequeño jardín.
Entonces, los vi venir. Ataviados con camisetas desmangadas, shorts y sandalias playeras, portaban sendos ramos de flores. Formaban una pareja bastante dispar. Uno, de pequeña estatura, delgado, de piel muy blanca y gruesos espejuelos de miope. El otro, un esbelto mulato, de anchas espaldas, estrecha cintura y largas piernas. En lo que sí se parecían, era en la forma de caminar, como flotando en el aire, con un peculiar contoneo. Hacía poco tiempo que vivían juntos, unidos por un amor en contra de todos los prejuicios: de sexo, de raza... hasta la muerte desafiaban, pues el hermoso moreno estaba infectado con el VIH.
Pasaron frente a mí, conversando alegremente. Abril les sonreía. Al verlos tan felices, temí por ellos. En la próxima esquina merodeaban los borrachos de siempre. Los mismos que miraban lascivos las nalgas de las mujeres al pasar, profiriendo palabras soeces; los que se burlaban del pobre loco del barrio, lo hacían enfurecer y tirar piedras a diestra y siniestra; los que con su algarabía molestaban a los vecinos; los que vigilaban a la señora tan seria, que casi ni saludaba, pero recibía a deshoras, par de veces a la semana, a un hombre casado; los que comentaban de la muchacha pizpireta que todas las noches traía un acompañante distinto; los que apostaban si la adolescente espigada era virgen o no; los que chismeaban acerca de las conocidas que ponían cuernos a sus maridos. En fin, los que no tenían otro entretenimiento que bajar la botella de ron barato, discutir de pelota e inmiscuirse en la vida de los demás.
Tuve miedo que se rompiera el encanto, que el día se nublara, que las flores se marchitaran, que la sonrisa en los rostros de los enamorados se transformara en un rictus amargo, que una frase cruel les estrujara el corazón. En mi memoria aún estaban frescas las imágenes de 20 años atrás, cuando los homosexuales eran perseguidos, humillados, les tiraban huevos y tomates. Recordé cómo los paseaban con tajadas de sandía en la cabeza, a modo de rojos sombreros. Detrás, la turba aullante les conminaba a abandonar el país. En mis oídos todavía resonaban los gritos: ¡Que se vaya la escoria!!!, repetidos una y otra vez.
Sobresaltada, observé cómo se acercaban, tranquilos y confiados, al bullicioso grupo. Llegaron a la esquina y ... oh, ¡agradable sorpresa!! Nadie les hizo el menor caso. Siguieron de largo calle abajo, contentos de la vida, luciendo su amor recién estrenado, sus frescas flores multicolores, la alegría de vivir que les embargaba.
En aquel momento advertí que el nuevo milenio había llegado hasta mi estancada ciudad de provincia. ¡Enhorabuena!!!
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