Referencias de casas embrujadas abundan en cualquier latitud. Generalmente son casas antiguas, abandonadas, envueltas en un halo de misterio, que de solo verlas, estimulan la imaginación. Sin embargo, la de mi barrio, no cumple con esas condiciones. Es una vivienda de construcción moderna, en buen estado, semejante a otras del vecindario. En lo que sí concuerda con el mito, es que en su interior ocurrieron muertes trágicas. Aunque eso ha pasado en muchas casas y sus habitantes jamás han sido molestados por fantasmas.
Hace unos años, una de mis compañeras de trabajo permutó para esa casa. Estaba muy contenta con el buen negocio que había hecho, la anterior era más pequeña y estaba en un barrio apartado, lejos del centro de la ciudad. Muy entusiasmada, le hizo algunas modificaciones y la pintó con colores más de su gusto, pensando que este sería su hogar definitivo. Al cabo de un par de meses me sorprendió con la noticia de que nuevamente permutaba y lo más raro, dejaba una vivienda bonita y espaciosa, por otra que requería urgentes arreglos y ni siquiera estaba situada en un buen lugar. No mejoraba absolutamente en nada. Le manifesté mi extrañeza y me contó la causa, no sin antes exigirme que guardara el secreto. Ella siempre había sido atea, y aunque ahora un inexplicable fenómeno tambaleara su materialismo dialéctico, no quería que la acusaran de profesar creencias oscurantistas y perder así su cartel de marxista convencida.
Su hijo veinteañero, hasta entones nada impresionable, que no abusaba del alcohol ni de ninguna sustancia sicotrópica, fue el primero en experimentar desconocidas manifestaciones. Se quejaba de que dormía muy mal, sentía que la cama se movía y hasta tiraban de sus pies. Todos opinaban que eran pesadillas. Empezó a tomar tilo por las noches y a dejar la luz encendida, pero aun así despertaba sobresaltado, con falta de aire y la sensación de que oprimían su garganta tratando de ahogarlo. Al cabo de una semana, ojeroso y extenuado, no aguantó más y abandonó su pieza. Su mamá, cuando estaba sola, también percibía la presencia de algo o alguien y se le aparecían fugaces visiones, sobre todo en la cocina. En una ocasión, al entrar a uno de los baños, le pareció ver la silueta de un hombre que colgaba del techo.
En vano mi amiga trataba de explicarles que estaban sugestionados. Tenía que cocinar cuando llegaba del trabajo, porque su madre se negaba a hacerlo, uno de los baños, prácticamente clausurado, porque no querían usarlo y su hijo durmiendo en la sala. Esa situación la tenía bastante incómoda. Pensando que todo se debía a que no se adaptaban al cambio de vivienda, dejó pasar los días, esperando que al fin comprendieran que solo eran imaginaciones. Una tarde regresó cansada, había tenido un día complicado y necesitaba reponer fuerzas para acometer las tareas hogareñas. Decidió descansar un rato en el primer dormitorio, el que anteriormente ocupaba su hijo. Estaba tan exhausta y era tanto el silencio, pues los demás habían salido, que en cuanto se acostó, se quedó dormida. La despertaron los bruscos movimientos que sacudían la cama. Por unos instantes la zarandearon fuertemente, un escalofrío recorrió su espalda. Inmovilizada por el pánico, no podía gritar ni abrir los ojos. Cuando todo se calmó, decidió que no podían continuar viviendo allí.
En uno de los días siguientes, mientras realizaban los trámites para permutar, su mamá, regando el jardín, coincidió con la vecina de al lado y entablaron conversación. Como al descuido, le preguntó por los anteriores propietarios de su vivienda. La amable señora le contó que el primer dueño la había construido hacía alrededor de treinta años. El hombre, relativamente joven, vivía con su padre, ya viejo, y su pequeño hijo, al que estaba criando solo, porque la esposa lo había abandonado. Eran buenas personas, pero al pasar el tiempo la desgracia se cebó en ellos. Al cabo de unos años, el anciano se suicidó, agobiado por la vejez y las enfermedades. Lo encontraron ahorcado en uno de los baños. El niño creció, se convirtió en un muchacho tranquilo y trabajador. Se casó muy joven, a los veinte años ya era padre de una linda bebita. A los 22, la mujer se fue con otro hombre, llevándose la niña y él, sumido en una profunda depresión, siguió los pasos de su abuelo. Al pobre padre, nunca más lo vieron sonreír. Unos meses después le diagnosticaron un cáncer invasivo que no tardó en llevárselo, tras una corta y dolorosa agonía. La nieta heredó la casa, pero la madre la vendió de inmediato. Del resto de los ocupantes, no podía contarle nada. Habían sido muchos, pero todos se marchaban, por algún ignorado motivo, antes de conocerlos bien.
Más impresionados aun, después de conocer la historia, aceptaron la primera permuta que encontraron, sin importarles lo desventajosa que resultaba para ellos.
Y ahí permanece la casa. Solo se distingue de las demás por el constante desfile de moradores que los vecinos contemplan intrigados.
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