Mi amiga está feliz. Acaba de llamarla el administrador de la parcela, herencia familiar, que posee en el sur, para anunciarle que ha vendido, a muy buen precio, varios lotes de hojas de boldo. Ante mi ignorancia, me informa que el boldo es un arbusto, bastante común en la región, que abunda en sus tierras. Las hojas tienen reconocidas propiedades medicinales. Con anterioridad a la llegada de los españoles, ya los pueblos originarios las consumían. El té de boldo se usa en diversas dolencias, pero está contraindicado en niños y embarazadas.
De pronto, mi amiga se pone seria. Ha recordado una historia amarga, relacionada con el tema. Me cuenta que ahora ella solo visita su propiedad una semana al año, pero cuando sus padres vivían, todos los veranos permanecían largas temporadas allá. En la zona eran considerados unos personajes. El apuesto caballero, que se distinguía del resto de los huasos por su elevada estatura y ojazos claros, tan buen mozo, había nacido allí y era muy apreciado. También estimaban mucho a su elegante esposa, una capitalina a la que todos llamaban La Señora. A pesar de su piel blanca, sus ojos azules y su apellido alemán, no tenía reparos para codearse con sus humildes vecinas, que se enorgullecían de compartir el té en las tardes con aquella señora tan fina, buena para conversar, aunque a veces las sermoneaba si observaba algo que fuera en contra de las buenas costumbres. Ellas la obedecían sin chistar, pero cuando la Señora regresaba a la ciudad, volvían a sus viejos hábitos.
En cuanto llegaban, recibían varias solicitudes para que fueran padrinos de bautizo de los niños que habían nacido durante el año y siempre accedían gustosos. En una ocasión, unos campesinos muy pobres les pidieron que bautizaran, lo más rápido posible, a su hijito de dos meses, pues no creían que sobreviviera y temían que muriera sin bautismo. Cuando la Señora vio al pequeño, quedó impactada por el lamentable estado de desnutrición que presentaba, pero mayor fue su horror cuando supo que prácticamente solo lo alimentaban con agua de boldo. Antes de cumplir un mes de parida, ya la madre había tenido que acompañar al marido en las duras faenas del campo, dejando al lactante al cuidado de su hija mayor, de tan solo siete años, la que, además, debía atender a otro hermanito de tres años. Para calmar el llanto del bebe hambriento, la niña le daba durante el día agua de boldo, que lo mantenía sedado. La mamá lo amamantaba en las noches, al regreso de la larga jornada, pero por la escasa succión, ya casi no tenía leche. La Señora, compadecida, le ordenó a uno de sus empleados que todas las mañanas le llevaran un litro de leche de vaca recién ordeñada. En las tardes, ella personalmente iba a ver al pequeño, para cerciorarse de que estuviera debidamente alimentado, comprobando con alegría como se iba recuperando. Al finalizar el verano, el niño se veía bien, había aumentado notablemente de peso. La famélica criatura se había transformado en un gracioso huasito que la enternecía con su inocente sonrisa. Se fue satisfecha de haber ayudado a salvarlo.
Al siguiente verano, su disgusto fue mayúsculo al enterarse que su ahijadito había muerto a mediados del otoño anterior. Solo escuchó confusas razones. Los padres se quejaban de que poco después de su partida, habían dejado de recibir la leche y no les quedó otro remedio que recurrir, nuevamente, al té de hojas de boldo. Por su parte, el empleado se justificaba con la prolongada sequía, causante de una escasez transitoria de ese alimento. Agregaba que una mañana él había visto al hermanito tomando un jarro de leche, mientras al bebito le daban un biberón con agua de boldo, así que, de todos modos, ya estaba sentenciado.
El relato me conmueve. Me duele ese pequeño muerto de hambre; siento pena por la madre recién parida que no pudo amamantarlo, forzada por la pobreza a trabajar para el sustento familiar; me da lástima esa niña que, en vez de jugar con muñecas, tenía la enorme responsabilidad de atender a sus hermanos menores; me entristece la idea de que un niño quiera un vaso de leche y no pueda tomarlo sin poner en riesgo la vida de otra criatura. Mi amiga me dice que eso sucedió hace cuarenta años. Supone que en la actualidad no ocurran hechos tan lamentables.
Viene a mi mente, como un flashazo, una escena que presencié, hace dos años, durante un recorrido por la Región de los Lagos. Junto a las imágenes de preciosos paisajes de bosques y volcanes, de lindas ciudades a orillas del Llanquihue, que semejan postales turísticas centroeuropeas, guardo en mi memoria la de una mañana en la costanera de Puerto Montt. Recuerdo a una vendedora, como tantas otras, sentada con parsimonia ancestral, en la manta donde exponía sus artesanías, junto a su hijito, que le dijo algo en voz baja. La madre extrajo de una bolsa un pedazo de pan solo, sin ningún aderezo, que el pequeño devoró con avidez. Entonces pienso que quizás en el otro Chile, el que apenas conozco, las cosas no han cambiado tanto como deberían.
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