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Foto del escritorAleida García

JETTATURA

En el interior de la sala de quemados, una mujer cubierta de vendajes, excepto el rostro enflaquecido, de salientes pómulos, donde los ojos negros lucían enormes, con mirada fija, intensa, tal parecía que quisiera hablar con el hombre que, acongojado, la observaba a través del cristal. Desde su ingreso, tres días atrás, en estado crítico, el joven no había salido del hospital. Cuando lo autorizaban, entraba a verla durante un rato. El resto del tiempo permanecía sentado en un banco, en el exterior. A veces, lágrimas silenciosas corrían por el atractivo rostro varonil y apagados sollozos estremecían los anchos hombro. Una de las enfermeras, sumamente intrigada por los motivos de la suicida y la actitud del acompañante, entabló conversación con la tía de la hospitalizada, que acudía en horarios de visita. Le expresó estar conmovida por el profundo dolor que manifestaba el muchacho e hizo la conjetura de que quizás se debiera al remordimiento por haberla abandonado o algo por estilo, teniendo en cuenta la diferencia de edad entre ambos. Su interlocutora rápidamente la sacó de dudas. No, nada de eso, todo lo contrario. Si eran casi de la misma edad. Hacían una bonita pareja y estaba muy enamorados. Hasta pocos meses atrás, ella era la guajira más linda de todo el valle, con el cabello negro, largo hasta la cintura, ojazos expresivos, encantadora sonrisa, alta y con un cuerpo muy hermoso. Pero le habían hecho mal de ojo y por eso estaba en esas condiciones. Ante la expresión incrédula de la otra, le contó la extraña historia.


Todo había comenzado 12 años antes, cuando su sobrina, una alegre jovencita de 15 años, estudiante de secundaria, se enamoró de un hombre mucho mayor. Lo había conocido en los viajes desde la finca donde vivía hasta el centro escolar, que estaba en el pueblo. En una ocasión pasó por la carretera donde ella esperaba al desvencijado ómnibus, que a menudo no funcionaba, y la invitó a subir a su flamante automóvil. Como se le hacía tarde, aceptó encantada. Después de eso, se hizo habitual que llegara todos los días un poco antes que el transporte público y la recogiera. También a veces, a la hora de salida, lo encontraba frente a la puerta del colegio, esperándola para llevarla de regreso y obsequiarle algún regalo, que ella agradecía con una sonrisa.

Al principio la intimidaba, pero poco a poco le fue gustando más aquel hombre serio, elegante, que la halagaba y la hacía sentir importante. Lo encontraba interesante, con sus enigmáticos ojos de un raro color ámbar, en contraste con la piel bronceada y el pelo oscuro, salpicado de canas. En fin, antes de terminar el curso ya eran novios, con la desaprobación de sus padres, que no veían con buenos ojos esa relación con un hombre que le triplicaba la edad. Peor aun cuando les anunció que no continuaría estudiando y se casaría ese mismo verano. Trataron de disuadirla, ellos no aspiraban a que fuera universitaria, sabían que no le gustaba estudiar, pero al menos querían que terminara el preuniversitario. El novio era contemporáneo con ellos y ella, una adolescente que no sabía nada de la vida. Es verdad que era dueño de una finca muy productiva, que su casa con piscina era la mejor de todo la zona, en fin, que era un guajiro rico, mientras ellos eran pobres, pero les asustaban ciertos rumores que corrían acerca de que hacía mal de ojo y practicaba magia negra. Vaya a saber si la había conquistado con brujerías. La muchacha no les hacía caso, eso solo eran chismes de campesinos ignorantes, que envidiaban su prosperidad. El pretendiente tranquilizó a sus futuros suegros. Les aseguró que pondría todo su empeño en hacerla feliz, la cuidaría, a su lado tendría los bienes materiales que por su holgada situación económica podía ofrecerle. No debía preocuparles la extrema juventud de su hija, en su hogar, que contaba con todas las comodidades, se ocupaba de los quehaceres domésticos una prima de su mamá, que antes de fallecer sus padres, ya vivía allí. A regañadientes, autorizaron el matrimonio. Y no se arrepintieron, porque el yerno cumplió con todo lo que les había prometido. La joven esposa estaba cada día más bella. Al año siguiente se convirtió en madre de un hermoso bebé, al que criaba con esmero. En realidad, sus únicas ocupaciones consistían en el cuidado del pequeño y la atención al jardín. Le gustaba mucho la jardinería y desde que se casó pudo desarrollar esa afición, logrando un precioso jardín, con diversas plantas ornamentales. Disfrutaba de una buena vida y creía que en eso consistía la felicidad, aunque de vez en cuando sintiera que algo faltaba.

Qué lejos estaba de imaginar cómo se transformaría su existencia, cuando el viejo veterinario de la vaquería estatal cercana, se retiró y fue reemplazado por un recién graduado. El joven profesional, tal como lo hacía el anterior, en su tiempo libre atendía los animales de los propietarios privados de los alrededores, así que visitaba la finca con frecuencia. Desde el primer instante en que se conocieron, la atracción fue mutua. En presencia de terceros, disimulaban y hablaban de temas intrascendentes, pero cuando estaban a solas, más que con palabras, con las miradas y los gestos, se decían todo. Ella sabía que no estaba bien lo que hacía, pero se dejaba llevar por ese nuevo sentimiento que la trastornaba. Él, primero imploraba, después exigía llevar la relación a otro nivel, pero ella no se decidía. Fue cuando se besaron por primera vez y ella sintió un escalofrío de placer nunca antes experimentado, que comprendió que no podría seguir resistiéndose. Ansiaba seguir, junto a ese hombre, explorando sensaciones desconocidas, pero primero se divorciaría. Esa misma noche habló con su esposo. Le anunció que se iría de su lado, no quería ser más su mujer. El hombre se sorprendió. No entendía nada. ¿En qué había fallado? La esposa, sintiéndose culpable, confesó. No se trataba de él, no tenía nada que reprocharle, por eso no merecía un engaño. Era ella, no es que no lo quisiera, pero era un cariño fraternal, no amor. Al verlo tan anonadado, con la cabeza inclinada, sintió lástima. Estaba viejo, canoso, con la coronilla calva y muchas libras de más. Los años le habían pasado la cuenta. Sin mirarla, con voz ronca, le preguntó si había otro.

Ella asintió y le dijo de quién se había enamorado perdidamente. Mientras la escuchaba, el marido reaccionó. Se irguió, mirándola con dureza. Los ojos, semejantes a dos charcos de agua turbia, emitían reflejos metálicos. Masculló sordamente: “Te va a pesar”. Al día siguiente se marchó con su hijo. Ambos padres compartirían la custodia para que el cambio le afectara lo menos posible. De ella, solo llevaba, además de la ropa, una maceta donde había plantado poco tiempo atrás una gardenia, regalo de su esposo. Le dolía dejarla porque después de muchos cuidados, recién empezaba a prosperar. Por una cuestión de respeto hacia su exesposo, permaneció en la casa de sus padres durante los trámites del divorcio. El niño pasaba los fines de semana en el hogar paterno y los enamorados disfrutaban su noviazgo, paseaban juntos e iban conociéndose y amándose más. En cuanto se hizo firme la disolución del matrimonio, se instalaron en una pequeña casa, medio básico del centro laboral de su actual marido. Por supuesto, no se podía comparar con la casona que ella había abandonado, pero al menos tenía un espacio al frente donde haría un jardín. Lo primero que hizo fue trasplantar la gardenia en un sitio adecuado. La joven pareja era inmensamente feliz.

Un sábado en la mañana, el padre fue, como de costumbre, a buscar al niño que aún dormía. La madre entró a despertarlo y el hombre se quedó en el portal mientras esperaba. Cuando la muchacha regresó, lo vio contemplando a la gardenia, que había crecido mucho y estaba espléndida, con sus flores blancas aromatizando el ambiente primaveral. Muy calmado, comentó lo hermosa que estaba la planta, tanto como ella. Agregó, pensativo, que ambas anteriormente habían estado a su lado y ahora florecían lejos de él. Pero no sería por mucho tiempo, concluyó, posando en ella sus fríos ojos de reptil. Y sentenció: “pronto verás cómo esa linda matica se irá secando, lo mismo te sucederá a ti”. Más tarde, algo impresionada, le narró el incidente a su pareja, y los dos llegaron a la conclusión de que estaría resentido y por eso trataba de asustarla. No volvieron a mencionar el asunto hasta dos semanas después, cuando al regar la planta, ella se percató de algo inusual en las flores, estaban marchitas y los nuevos botones no abrían, parecían estar secos. Días después, el temor aumentó. El color verde brillante de las hojas estaba adquiriendo un tono amarillento. El marido, ya con aprensión, le pidió a una amiga agrónoma que revisara la matica. La técnica observó que recibía una iluminación adecuada, se regaba con la frecuencia requerida, no había rastros de moho o insectos. La única explicación que encontró fue que esa era una planta muy delicada. Recomendó que enterraran un clavo cerca de las raíces, por si se debía a la falta de hierro. Al saber la anécdota, para salir de dudas, se llevó una muestra de la tierra que rodeaba al arbusto para analizarla en el laboratorio de suelos y determinar la presencia de herbicidas o algún otro agente químico. El resultado fue negativo y la gardenia continuó languideciendo paulatinamente.


En tanto, a ella, con el nerviosismo, se le quitó el apetito. Si trataba de comer sin deseos, le caía mal lo que ingería y vomitaba. Rápidamente empezó a bajar de peso. Le dolía la cabeza, no podía conciliar el sueño. El marido, preocupado, la llevó al médico, quien le ordenó varios exámenes. Al consultarla de nuevo, el doctor le dijo que los análisis estaban normales, solo un poco de anemia, que con medicamentos y buena alimentación pronto se solucionaría. Pero se asombró de lo que había adelgazado en tan breve lapso y sospechando que se trataba de un trastorno psíquico, le recetó sedantes para dormir y la remitió a la sicóloga, a la que, toda temblorosa, le expuso lo que creía que era la causa de su padecimiento. La profesional, exasperada, olvidando la sicología, la increpó con rudeza. ¿Era posible que a finales del siglo XX todavía alguien creyera en jettatura, brujerías y otras necedades? Increíble cómo subsistían las supersticiones. Pura sugestión. Le aconsejó que acudiera a sesiones de sicoterapia porque la notaba muy alterada. Avergonzada, se retiró de la consulta jurando no regresar. Además, ya no quería salir de la casa. Estaba tan flaca

que la ropa le bailaba encima y los conocidos, imprudentes, le preguntaban qué le sucedía. Por último, a la vez que la planta perdía sus hojas, a ella se le iba cayendo el cabello. Se encontraba tan desmejorada que empezó a celar a su pareja, le peleaba sin motivos, le preguntaba si seguía con ella por lástima, pero él, con infinita paciencia, trataba de calmarla y le demostraba su amor, hasta que ella terminaba llorando en sus brazos y pidiéndole perdón.


Llegó el verano. El niño estaba de vacaciones, en la playa, con su padre. Aunque lo extrañaba, ella prefería que no la viera así. Una mañana, al salir el marido para el trabajo, se encontró al arbusto convertido en un simple esqueleto de palo, las últimas hojas habían terminado de caer. Por un instante pensó en arrancarlo de raíz y botarlo lejos, pero temió la reacción de ella. Predispuesto, siguió su camino. Como la inquietud iba en aumento, al poco rato regresó. Llegando a la casa, vio una bola de fuego que corría, con los brazos abiertos, hacía él. La apagó dándole vueltas sobre las hierbas mojadas por el rocío matinal, pero ya el daño estaba hecho. En el hospital no le daban ni la más mínima esperanza de salvación.

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