Como todos los veranos, el matrimonio santiaguino partió a pasar la temporada en sus tierras en el sur. Siguiendo la costumbre, las campesinas de los alrededores acudieron a saludar a la Señora. Solo faltaba una de las comadres. Extrañada, preguntó por ella. Las vecinas se miraron entre sí, con risas contenidas. Al final, una le preguntó, con sorna, si no sabía que su ahijada estaba recién parida. La Señora no podía creerlo, si María todavía era una niña. ¿Y quién era el padre de la criatura?, indagó. Pues el padrastro, respondieron varias a la vez. La Señora había pasado del asombro a la indignación. Con la faz enrojecida escuchó cómo se explayaban en sórdidos detalles. Hacía tiempo era de conocimiento público que todos los días, al atardecer, se encerraban los tres en la casa y no le abrían la puerta a nadie, ni respondían ningún llamado. Todo había ocurrido con el consentimiento de la madre, que había entregado a su hija para conservar al marido. Visiblemente alterada, las despidió y al caer la tarde, salió para el predio de la comadre, desoyendo las advertencias de su esposo, que le aconsejaba no inmiscuirse en asuntos privados.
Por el camino, consternada, iba rememorando los avatares en la corta vida de su pobre ahijada. Nunca se supo quién era el padre. La madre, que ocultó el embarazo hasta el final, se negó a revelarlo. Una noche, la anciana abuela de María, había tocado a su puerta pidiendo ayuda porque su hija estaba de parto. Ella de inmediato había prestado auxilio para transportarla al hospital de la ciudad más cercana. Se encargó de comprarle pañales, colchas y ropitas para la recién nacida ya que la madre no tenía nada preparado. Desde que nació, la bebita le inspiró un cariño especial, mezclado con una gran compasión. Por supuesto que accedió a ser la madrina. Era su ahijada preferida, a la que más regalos le llevaba en sus viajes anuales, porque veía, con pena, que su comadre no la atendía bien, la pequeña siempre estaba sucia y mal vestida. La recordaba con un cabrito blanquinegro que era a la vez, su juguete y su compañero de juegos. La niña le prodigaba caricias y el animalito la seguía a todas partes, como si fuera un perro. Al ver la escena se le había encogido el corazón y el siguiente verano, además de los vestidos infantiles que usualmente le regalaba, le llevó una muñeca, a la que María no le prestó mucha atención y continuó jugando con su inseparable cabrito. También le preocupaba que iba creciendo y tenía retraso escolar, casi nunca iba a clases. La madre se justificaba con la lejanía de la escuela y las dificultades que tenía para llevarla. El pasado año la sorprendió el estirón que había dado su ahijada, a sus trece años se estaba convirtiendo en una mujercita, aunque seguía siendo tranquila, retraída y dócil. Ahora se enteraba que la inocente muchachita era víctima de su lujurioso padrastro, a quien apodaban el Potro, por sus desenfrenos sexuales. Tenía varias mujeres por los contornos e hijos regados por doquier. Horrorizada, pensaba en cómo era tanta la desidia de la madre, que había tolerado que aquel hombre, grande y robusto, violara a la infeliz adolescente.
Tal y como le habían dicho, encontró la humilde casa herméticamente cerrada. Llamó y nadie respondió. Olvidando los finos modales, la emprendió a patadas contra la vieja puerta, exigiendo a gritos que le abrieran. Al fin la obedecieron. Vio salir al Potro, con el sombrero calado hasta los ojos. Al pasar por su lado masculló un saludo que ella respondió con una mirada despectiva. Su comadre, con la cabeza gacha, la mandó a pasar. La Señora, furiosa, la increpó con dureza durante un buen rato. Interrumpiendo la diatriba, la comadre se defendió. Por supuesto que también le dolía que su marido quisiera estar con la niña, si la tenía a ella, una mujer hecha y derecha. Al principio se había negado, pero ante la disyuntiva de perderlo, no había tenido otro remedio. No podía prescindir de él, además de su ayuda en las faenas agrícolas, ella necesitaba a ese hombre en la cama. ¿Qué sabía la Señora, bien casada, que solo venía un par de meses al campo, de las largas noches invernales en soledad? Una cosa era la capital y otra bien distinta el Chile tierra adentro. Esas mismas chismosas que le habían ido con el cahuín, tenían sus propias historias, peores aún. Si le interesaban, podía contárselas. Abrumada, la Señora no quiso escuchar más. Preguntó por el bebé. La comadre se lo mostró, orgullosa. Le explicó que ella era la que se ocupaba de él, lo alimentaba con biberón porque María no tenía leche. Era una hermosa criatura. La Señora pensó que su comadre era mejor abuela que madre. La que no se veía bien era María, flacucha, pálida y ojerosa, había permanecido en silencio, sentada en un rincón. Preocupada por su aspecto, le sugirió a la comadre que le permitiera llevársela unos días, a ver si mejoraba, porque al parecer tenía anemia. No hubo objeción y esa misma tarde su ahijada se fue con ella.
En pocos días, bien cuidada y alimentada, la muchacha se restableció, pero permaneció en la casa de su madrina el resto del verano. Diariamente iban a ver al niño. La Señora observó que María no le prestaba más atención a su hijo que a la muñeca que le había regalado de pequeña. Razonó que todavía era una niña y por eso no tenía desarrollado el instinto maternal. Cuando ya estaba cercano el fin de la temporada, la idea de que se quedara con la madre y el padrastro, comenzó a angustiarla. Decidió hablar con su comadre y sin ambages, le propuso que la dejara ir con ella a Santiago, para evitar que continuaran los abusos sexuales. En contra de lo esperado, la mujer accedió. Estuvo de acuerdo en que su hija estaría mejor con la madrina. En definitiva, ella y el padre del niño se bastaban para atenderlo. Muy contenta, le comunicó que el Potro adoraba al bebé y no quería separarse de él. Esa criatura había logrado en pocos meses, lo que ella no había conseguido en años. Su marido había terminado con las otras mujeres y ahora lo tenía solo para ella.
La joven se adaptó con prontitud a la vida en la ciudad, la tímida huasita que había llegado un par de meses atrás, ya no se diferenciaba de las otras chicas del barrio. Acompañaba a su madrina a las tiendas, a la iglesia, a tomar el té con sus amigas. La Señora la había presentado como una ahijadita suya que había traído del campo, para que socializara más y de paso, le hiciera compañía, ahora que los hijos se habían casado y vivían lejos. Solo al sacerdote de su parroquia le informó las vicisitudes sufridas por la niña. No se conformaba con que se quedara semianalfabeta y como no podía matricularla en un colegio por la notable diferencia de edad con sus condiscípulos, una amiga suya, maestra retirada, se ofreció para darle clases particulares. Aunque a la muchachita no parecían gustarle mucho los estudios, al menos logró que aprendiera a leer y escribir con claridad y dominara las operaciones básicas de aritmética. Más habilidades parecía tener para las manualidades, así que la enseñó a tejer y bordar. Estaba haciendo planes para al año siguiente comprarle una máquina de coser e inscribirla en un curso de corte y costura. Quería que en un futuro se convirtiera en una mujer independiente. Para que se distrajera, los fines de semana salían al cine o de paseo. Hasta bonita lucía María, con su figura juvenil bien vestida, su lustrosa y abundante cabellera cubriéndole la espalda y su piel lozana. Nunca mencionaba a su hijito, pero la mirada de sus ojos almendrados y oscuros era triste y a veces ausente. Aunque no se quejaba, tampoco manifestaba alegría. La Señora lo atribuía a su temperamento melancólico. Siempre había sido una niña respetuosa y obediente, pero introvertida. De pequeña solo recordaba verla reír feliz cuando jugaba con su único amiguito, el cabrito blanquinegro.
Los meses pasaron y volvieron los días estivales. La Señora, su esposo y su ahijada regresaron a la parcela familiar. Cuando el auto se detuvo frente a la casona, María descendió con rapidez, se quitó los finos zapatos de tacón y arrojándolos al aire, corrió veloz en dirección a su casa. Atónita, la señora contempló como su ahijada se alejaba, los largos cabellos, cual negra bandera, ondeando al viento.
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