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Foto del escritorAleida García

La aparecida del camino

Conmovidas por la muerte de la hijita, recién nacida, de un primo nuestro, mi hermana y yo, guajiritas adolescentes, decidimos, a pesar de la hora, ir a acompañar a los familiares en aquel triste momento. Para llegar hasta la carretera, teníamos que atravesar un largo callejón. Era una noche de luna llena, por lo que en algunos tramos había claridad suficiente, pero en otros, los frondosos árboles a ambos lados, no dejaban pasar bien la luz. Pasábamos por una de esas partes más sombrías, oyendo el croar de las ranas toros en una poceta cercana, bordeada de grandes almendros, cuando la vimos. Estaba parada en un recodo del camino, bastante iluminado porque solo había una palma real. A medida que avanzábamos pudimos precisar más detalles. Era esbelta, de larga cabellera oscura y vestía de blanco. Presas del pánico, viramos para la casa a toda carrera. Mi hermana, más alta, me iba dejando atrás con sus zancadas. Yo, aterrorizada, la sujetaba por las ropas para que no se adelantara, provocando su enojo.

Entre el susto y la discusión, llegamos temblorosas y sudadas, contando atropelladamente el encuentro con la aparecida. No éramos las primeras en verla, ya les había salido, en otras ocasiones, a varias personas en diferentes lugares del camino. Incluso a recios campesinos que lo pensaban dos veces, antes de aventurarse solos por el callejón de noche, después de haber visto a la pálida mujer de cabellos negros. Papi nos escuchó con sonrisa burlona y nos invitó a que fuéramos con él para demostrarnos que no había tal fantasma. Molestas porque no nos creía, a pesar del miedo decidimos acompañarlo. Colgadas cada una de un brazo suyo, volvimos sobre nuestros pasos.

A una distancia prudencial, la divisamos en el mismo sitio, imperturbable, sin cambiar de posición. Nos rehusamos a seguir y le pedimos regresar. No hizo caso y espantadas, observamos con admiración cómo se acercaba, decidido, a la visión fantasmal. Sentimos orgullo por ser hijas de un hombre tan valiente. No pudimos controlar los gritos de horror cuando llegó junto a la figura inmóvil y la tomó por la negra cabellera, que resultó más larga de lo que habíamos pensado. De un tirón, la separó de la cerca donde estaba recostada y la arrojó para el medio del camino. Entonces nos dimos cuenta que se trataba de una penca, que se había desprendido de la palma cercana. Al caer había quedado parada sobre la yagua blanca contra el cercado y con los claroscuros parecía una silueta femenina. En la parte superior, el guano se doblaba, semejando los cabellos sueltos. Entre risas comprobamos que todo había sido una ilusión óptica.

Recuerdo las palabras de mi papá: “no es a los muertos a los que hay que temer, sino a los vivos”. Efectivamente, muchas veces tuve que pasar, a cualquier hora, sola, por ese callejón y si tuve problemas, fue con vivos, nunca con muertos.



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