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Foto del escritorAleida García

LA GORDA EN LA OFICINA

Fuimos compañeros de trabajo durante algunos años. No era muy comunicativo en algunos aspectos de su vida privada, pero de lo que sí hablaba con mucha frecuencia, era de su convivencia familiar. Por sus referencias, aunque nunca los habíamos visto, todos conocíamos a su mamá, a su papá y a la gorda. Sabíamos que su mamá era la mejor madre del mundo, amorosa, comprensiva. Lo había parido ya entrada en años. De pequeño, en la escuela, cuando sus amiguitos la veían por primera vez, creían que era su abuela y eso le molestaba mucho. Según él, tenía un solo defecto: era demasiado buena. Su papá era harina de otro costal, aunque en lo material le dio todo lo que necesitaba, no era un padre cariñoso. Él pensaba que quizás se debía a que desde temprano le notó su identidad de género y el viejo era chapado a la antigua. De la gorda, ahí sí había tela por dónde cortar. Era una prima de su mamá, que antes de él nacer, ya vivía allí, cosa que él no entendía. Cuando le preguntaba a su mamá, ésta le respondía que la gorda era una infeliz, que no le hacía daño a nadie. Y no era porque las dos se quisieran tanto, más bien advertía cierta rivalidad entre ellas. Seguramente a su mamá, tan bondadosa, le daba lástima ponerla de patitas en la calle. Él no la resistía, tan gorda, tan haragana y lo que más le molestaba, entrometida. Siempre quería inmiscuirse en su vida y hasta opinar, pero ahí sí que su mamá, sin miramientos, la ponía en su lugar. Cuando eso pasaba, la gorda se encerraba en su habitación y sólo salía, sin mirar a nadie, a comer. Porque eso sí, la gorda tenía tremendo apetito. Cuando era chico, la gorda le regalaba carritos y pistolas, él ni caso les hacía, distinto hubiera sido con un jueguito de cocina. Recordaba una vez que su mamá no pudo llevarlo a una representación teatral con varios personajes infantiles y la gorda se ofreció para acompañarlo, encantada. Al terminar la función, la gorda le preguntó si encontraba linda a la niña que hacía de Cenicienta y él, para mortificarla, le contestó que lo único que le vio bonito, fueron los zapaticos de cristal y le iba a pedir a su mamá que le comprara unos así. ¡Cómo gozó con la gorda, colorada y haciendo mohines! Con eso, logró que dejara de preguntarle si tenía noviecitas o si le gustaba alguna chiquita. En la oficina, todos se divertían con las anécdotas acerca de la gorda, excepto yo, porque por azar, conocía algo que ellos ignoraban.

Cuando cambió de trabajo, de vez en cuando nos visitaba y nos ponía al tanto de las últimas novedades en su hogar. Así supimos de la enfermedad de su mamá, de sus desvelos cuidándola y hasta del apoyo que le había prestado la gorda. Por supuesto, no había hecho otra cosa que cumplir con su deber, de lo contrario hubiera sido una malagradecida, afirmaba. Cuando la anciana falleció, le costó mucho reponerse. Estaba agobiado. Tenía un compromiso estable y no se atrevía a llevarlo a la casa por miedo de que al viejo, cada vez más achacoso y cascarrabias, le diera un infarto. Llegaba del trabajo e iba directo a la cocina, porque la gorda era buena para comer, pero no para cocinar. Lo de ella era estar pegada todo el día al teléfono, charlando con sus amistades, que eran muchas. Cada vez que oía a la gente hablando de la excelente persona que era la gorda y lo mucho que la estimaban, le daban deseos de decirles que, si querían, se la podían llevar para sus casas, él la estaba regalando. Lo bueno era que podía irse con su pareja los fines de semana y el padre no se quedaba solo. Lo malo, que su novio estaba en los trámites para salir del país, ya quisiera él hacer lo mismo, pero no podía dejar atrás a su papá.

En la última ocasión que fue a vernos, nos contó que el padre había fallecido, su pareja ya había emigrado y él estaba preparando los documentos para irse también. Le preguntamos por la gorda y nos dijo que estaba enterada, no por él, algún chismoso se lo habría dicho, y le había dado por llorar y pedirle que no la abandonara. ¿Habrase visto gorda más descarada?


LA GORDA

Siempre fue gorda y aunque tenía un lindo nombre toda la vida la llamaron así. En la calle, en la escuela, se burlaban de ella, para ya estaba habituada. Nunca había tenido novio hasta aquel verano de sus dieciocho años. Para su alegre sorpresa, un joven estudiante de otra provincia, que estaba de vacaciones en la casa de unos vecinos del barrio, se interesó en ella. Ilusionada, se entregó en cuerpo y alma a su primer enamorado. Vivió unos días felices, aunque la felicidad hubiera sido más completa si el muchacho hubiera accedido a hacer pública la relación, cosa a la que firmemente se negó. Ella intuía que esa negativa se debía a que se avergonzaba de que lo vieran con la gorda del vecindario. Ante el temor de perderlo, prefirió seguir viéndolo a escondidas, durante aquel mes que se fue volando. Fue solo un romance estival, no volvieron a verse. Pero cuatro meses más tarde, cuando empezó a sentir algo raro en su interior, comprendió que su aventura había dejado huellas. Hasta ese momento, no había pensado en un embarazo. No había vomitado, solo un poco de repugnancia que atribuía a indigestiones. Por otro lado, la ausencia de menstruación no la había preocupado, porque padecía de desarreglos en sus períodos menstruales y debido a su obesidad, era difícil apreciar cualquier cambio en su aspecto físico. A su mamá, que tampoco se había dado cuenta, la noticia la apabulló. Qué iba a ser de ella, sola, el padre de su hijo menor la había abandonado por otra mujer y solo le pasaba una mísera pensión, la gorda no se había graduado todavía y su padre jamás la había atendido, de hecho, no sabían si vivía o no, cómo se las iban a arreglar, se preguntaba angustiada, entre amargos sollozos. No sabían qué hacer. Recurrieron a la abuela, práctica mujer que analizó todos los detalles sin lamentos ni recriminaciones. Con ese tiempo, no se podía pensar en un legrado. Ella, que en esa cuestión tenía un cementerio particular, jamás aprobaría que se abortara a un feto que ya se movía en el vientre materno. Tampoco era prudente localizar al padre de la criatura. Si era menor que ella y aún estudiaba, no iba a servir de nada armar el escándalo, mejor manejar el asunto con discreción. Pero no había que desesperarse, ya hallarían una solución. Las cosas de la vida, lo rápido que se había embarazado esta niña y su nieta mayor, ya cuarentona, no había forma de que se preñara. Ahí pareció encendérsele el bombillo a la abuela, que se despidió rápidamente, con la promesa de volver, quizás con una propuesta conveniente para todas. Al otro día regresó con la nieta infértil, que después de muchos tratamientos y entrando en la menopausia, ya había perdido las esperanzas de concebir. Estaba de acuerdo con hacerse cargo de la criatura, siempre y cuando fuera legalmente reconocida con los apellidos de ella y de su esposo y la madre biológica renunciara a todos sus derechos. La gorda consintió, no tenía deseos de tener hijos, ni las condiciones. Bien sabía ella, por su hermano menor, los trabajos y las malas noches que daba un niño pequeño. Pero a medida que avanzaba el embarazo, le resultaba más difícil la idea de separarse de aquel ser, carne de su carne, que crecía dentro de ella. Al séptimo mes, las dos primas resolvieron trasladarse a la capital, hasta el momento del parto. Ella pidió una licencia para acompañar a su parienta añosa, que estaba atravesando un embarazo de alto riesgo. Como siempre vestía, por su gordura, ropas holgadas, no se le notaba nada y no hubo sospechas. En el momento previsto, dio a luz un hermoso varoncito. Por el bien del recién nacido, acordaron quedarse tres meses más en la capital, para que pudiera amamantarlo. Y en esos momentos de íntima relación con el bebé, los únicos en que podía tenerlo en sus brazos, creció su amor maternal. Así que también puso su condición, viviría siempre en la misma casa que su hijo, quería estar a su lado, verlo crecer, aunque permaneciera en la sombra, solo de esa forma accedería a entregarlo. Terminada la lactancia, tuvo pocas oportunidades de relacionarse con el niño. Ante cualquier intento suyo, la madre legal interponía sus barreras. Sufrió estoicamente y se conformó, con tal de estar cerca. Ese inmenso amor que tenía que ocultar, lo volcó en su trabajo. Como trabajadora social conoció muchas personas vulnerables y en todos los casos, los atendió y apoyó con esmero y profesionalidad, priorizando a las madres solteras. A medida que el pequeño crecía, comenzó a observarle comportamientos que no se correspondían con su sexo físico y eso la disgustó. Al principio no quiso aceptarlo, no porque fuera homofóbica, todo lo contrario, tenía muy buenos amigos homosexuales, pero precisamente, por razones de su profesión, conocía cómo eran marginados, discriminados, y ella no deseaba eso para su vástago. Con el tiempo lo asumió, solo le interesaba que fuera feliz. A pesar de sus esfuerzos, siempre advirtió, con desconsuelo, el rechazo de su hijo y esa hostilidad no había mermado con el paso de los años, más bien se iba incrementando. No obstante, su cariño hacía él se mantenía inquebrantable. Ahora que al fin estaban solos y ella no perdía las esperanzas de que llegara a quererla, se había enterado de su salida definitiva del país y esa idea la trastornaba. Nunca más lo vería ni sabría de él. Podía decirle la verdad, ya nada lo impedía, pero no sabía cómo lo tomaría, quizás la despreciaría aún más. Desesperada, se debatía ante la disyuntiva. Pero tenía que decidirse rápido, el tiempo pasaba…

LA PARTIDA

Meses después, nos llegó la noticia de que nuestro amigo había emigrado y, para sorpresa de muchos, se había llevado a la gorda con él.




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