Querido Ñico, optimista a ultranza. Era muy popular entre todos los que viajábamos, a diario, desde la ciudad donde estudiábamos o trabajábamos, hasta los asentamientos rurales en el valle donde residíamos. La parada del ómnibus estaba frente a su casa y era conocida como “el kiosco de Ñico”, aunque hacía años que el establecimiento no existía. El local anexo a su vivienda, donde vendía confituras y bisuterías, había sido expropiado por el gobierno a finales de los sesenta, en una campaña contra la pequeña propiedad privada. Pero en lugar de lamentarse por la pérdida, él estaba conforme, consideraba que teniendo en cuenta su edad y sus limitaciones físicas le vino bien descansar y con sus ahorros más la pensión que le otorgaban por la intervención, le alcanzaba para cubrir los gastos de su sencilla forma de vivir. Así era Ñico, una de esas personas que llegan al mundo con el propósito de ser felices en cualquier circunstancia.
Lo recuerdo en el portal, día tras día, sentado en su sillón de inválido. Allí permanecía toda la tarde, conversando con los que se acercaban a saludarle, brindando informaciones acerca del transporte o de cualquier otro asunto de la cotidianeidad. Disfrutaba cuando podía, de algún modo, ser útil a los demás, aunque solo fuera con una palabra de aliento o un oportuno consejo. Nunca olvidaré sus “pastillas para el dolor de cabeza”, unos ricos caramelos que guardaba para mí, en los amplios bolsillos del abrigo o las guayaberas que usualmente vestía, según la estación. Le gustaba ver contentos a todos los que lo rodeaban. Antes de cumplir los treinta años, había quedado paralítico, pero nunca le escuché quejarse por su discapacidad, ni siquiera lo vi triste o malhumorado. No era lo de él una simple resignación ante las adversidades. Era aceptar los hechos y tomarlos como experiencias, era una alegría natural por estar vivo, un ingenuo entusiasmo con esos pequeños detalles que muchos son incapaces de apreciar.
Vivía en compañía de un hermano, un viejo poco comunicativo, de hosco semblante, que, como él, nunca se casó. Entre los dos habían criado, con el amor y la dedicación de verdaderos padres, desde muy niña a una sobrina que era contemporánea conmigo. Y esa existencia, que pudiera parecer monótona y aburrida, para él, era un regalo y lo satisfacía, aunque no fuese la que en otros tiempos había soñado, cuando era un joven enamorado, lleno de ilusiones y la vida le sonreía. Así me lo contó, una tarde lluviosa. Estábamos solos en el portal, algo poco frecuente, y no sé qué lo motivó a darme a conocer su pequeña historia de amor.
A los 23 años tenía una novia a la que amaba profundamente. Hacía tiempo que se conocían porque la jovencita era cuñada de su hermano mayor, casi estaban en la familia. Ya llevaban tres años de noviazgo y querían casarse. Él era muy trabajador y responsable. A pesar de su juventud, ya tenía sus ahorros, los que invirtió en comprar una casa, emprender su negocio y preparar la boda. En aquella época era costumbre que los novios no se vieran todos los días, ni a solas. Ñico tenía permiso para visitar a la muchacha los miércoles y sábados en la noche y los domingos en la tarde. Todo con mucha formalidad y en presencia de una chaperona. Nada de sexo, cuando más, un beso furtivo o una mano atrevida, en dependencia de las libertades que la chaperona quisiera darles, ausentándose por un rato. Tan ridículo como estrictamente cierto. Claro que algunas parejas se las ingeniaban para encontrarse a escondidas y después venían las bodas apuradas y a los siete meses, hermosos prematuros de hasta 4 kg o más, de peso. Ese no era el caso de ellos, que tenían una relación plácida y dulce, con la máxima aspiración de casarse, tener varios hijos y ser felices para siempre.
Un miércoles al atardecer, un poco antes de la hora en que generalmente llegaba a la casa de su prometida, la vio, como de costumbre, esperándolo tras las rejas del largo ventanal que daba a la calle, pero no estaba sola, conversaba con un hombre trigueño, delgado, de estatura por debajo de la media, que se marchó justo cuando él llegaba. Preguntó quién era y la joven le respondió con indiferencia que se trataba de un transeúnte, que no era del barrio y estaba perdido. Le había pedido orientación y ella le dio las indicaciones adecuadas. Esa misma semana, el sábado por la tarde, aunque no era en el horario de visitas establecido, él pasó a invitarla para ir al cine esa noche, al estreno de una película mexicana. Sorprendido, se topó con la misma escena. El supuesto desconocido, parado en la acera, frente al ventanal, charlaba animadamente con su futura esposa, y cuando lo vieron acercarse, se alejó con paso raudo. Algo desconfiado, indagó que hacía de nuevo por allí y ella contestó que iba por la calle y al verla, se había acercado a agradecerle el favor que le había hecho, ya que, gracias a su colaboración, había encontrado la dirección que buscaba. Trataba de aparentar naturalidad, pero las mejillas encendidas y una risita nerviosa, que sonaba falsa, la desmentían.
Ya habían fijado la fecha de la boda. Estaba habilitando el que sería su hogar de recién casados y tenía que trasladar el mobiliario que había comprado y guardaba en la casa de sus suegros. En la semana siguiente, coordinó con un primo suyo, que tenía una camioneta, para que el domingo lo ayudara en esa tarea, pero éste se apareció en la mañana del sábado para anunciarle que no podría acudir al otro día, aunque en ese momento sí estaba disponible. Ñico dejó lo que estaba haciendo y partió con el pariente en busca de los muebles. Desde que el vehículo dobló la esquina, los divisó. El mismo individuo, de espaldas a la calle, apoyaba con familiaridad una mano en la reja y al parecer, le decía algo divertido a la joven, que reía coqueta. Lo hirió la imagen de la boca, pintada de un rojo intenso, dejando al descubierto la hilera de dientes blancos y parejos. La risa se transformó en una mueca de estupor cuando el vehículo se detuvo y lo vio descender. El huidizo personaje partió precipitadamente y ella, muy pálida, se atrincheró a la defensiva tras la reja. En vano, porque él no pidió ni dio explicaciones. Tres veces era demasiado, no podía ser casualidad. Se limitó a romper el compromiso y llevarse sus pertenencias. Hizo caso omiso de las lágrimas de la muchacha, que le pedía que la escuchara, no quería terminar, si ya hasta habían mandado a hacer las invitaciones, ¿qué pensaría la gente? Tampoco prestó atención a los reclamos de su asombrada exsuegra, que a la sazón llegó y no entendía nada.
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