top of page
Buscar
Foto del escritorAleida García

Madre cansada en el período especial

Actualizado: 3 nov 2021

Se sentía extenuada. Las altas temperaturas de los últimos días, carentes de humedad, hacían que esta soleada tarde de abril fuera particularmente calurosa. Además, había tenido que subir las dos cuadras de empinada loma cargando al niño, con sus cinco años a punto de cumplir. A la verdad, era una estupidez suya ceder siempre a sus súplicas.

Nada más entrar a la casa, se quitó los zapatos y se tiró atravesada en la cama. El niño se sentó en el piso y jugaba distraído con algo que ella no podía precisar porque estaba de espaldas. Agotada, cerró los ojos. Podía descansar un rato. Si no se iba la electricidad, solo tenía que calentar el congrí que quedó del día anterior, porque el plato fuerte para su hijo, como de costumbre, lo traía del comedor obrero. En el almuerzo, por suerte, le había tocado un muslo de pollo bastante bueno. En pleno comedor, sin recato alguno abrió el pozuelo y lo guardó a la vista de todos. Total, no era la única, otras madres también lo hacían y seguramente se quedaban con los mismos deseos que ella de comer la carne. ¡Hacía rato que no la probaba! Tanto como los dos largos años que ya duraba el mal llamado período especial. No entendía cómo podían llamar así a esta angustiosa etapa que estaba viviendo. Más bien le parecía un chiste de mal gusto. En caso de que tocara apagón, tenía una reserva de carbón, lo malo es que demoraría más, y el pequeñín, con su buen apetito, se pondría majadero si la comida se retrasaba. De todos modos, disponía de algún tiempo para reponerse. Buena falta le hacía después del agotador día que había tenido.

Hoy, para no variar, se había levantado cansada, con sueño. Hizo lo imprescindible y con el niño a cuestas, corrió hasta la parada. Por gusto, el ómnibus pasó lleno y no paró. No le quedó más remedio que caminar los casi dos kilómetros hasta el círculo infantil. Por supuesto, con el chico encima para andar más rápido. Aun así, llegó cuando ya iban a cerrar la reja. La directora, con mala cara, la conminó a levantarse más temprano. Apurada, cruzó por el pasillo sin percatarse que lo estaban limpiando. Buena la reprimenda que le echó la empleada de limpieza. Todavía la escuchaba cuando entró al salón. En la taquilla, un nuevo disgusto, ya no quedaban pantaloncitos largos y con los cortos los mosquitos harían zafra en las piernas del pequeño, a prepararse para los impétigos. Y en la farmacia no había el antibiótico en crema que le asentaba. Decididamente, no sabía cómo, pero tenía que madrugar. Cambió al niño lo más rápido que pudo y lo dejó llorando. La seño le aseguró que después se calmaría. Con el corazón encogido, cruzó la calle a esperar el transporte que la llevaría al trabajo. El ómnibus llegó retrasado y como las paradas estaban abarrotadas de personas, todas desesperadas por abordarlo, demoró en cada una cualquier cantidad de tiempo. Ella arriba, apretujada, loca por acabar de llegar, no pudo menos que reconocer la buena voluntad del chofer, que con infinita paciencia trataba de recoger a todos, aunque viajaran como sardinas en lata.

Resumen, entró tarde a la oficina. No supo que hirió más su vista, si la aviesa sonrisa de la recepcionista o la rutilante raya roja, marcando la llegada tarde en su tarjeta de entrada y salida. Adentro, el jefe con sus habituales malas pulgas, siempre atento para señalarle hasta el más mínimo error y recargándola de trabajo, aligerando el de las otras. Claro, como ella no le enseñaba los dientes. Además, el muy abusador sabía que a ella no le quedaba más remedio que aguantar. ¿Adónde iba a ir con un hijo pequeño, criándolo sola, con tantos inconvenientes, sin ningún apoyo? Aquí al menos estaba segura, no podían despedirla y tenía la ventaja del almuerzo en el comedor obrero, que era aceptable, no la bazofia que servían en otros lugares. Eso tenía su valor en estos tiempos de penurias.

La jornada había sido estresante, ella pretendía hacer su trabajo lo mejor posible, pero constantemente chocaba con el desinterés de las personas de las cuáles dependía para que saliera bien. Era evidente que nadie tenía deseos de trabajar. Lógico, el salario no alcanzaba para lo más mínimo y encima, pasando trabajo para trabajar. La rara era ella, que seguía esforzándose. Se sentía como el ruiseñor en un nido de gorriones. La ventaja de estar tan atareada fue la rapidez con que pasaron las horas.

De nuevo a esperar el transporte público. Al fin llegó, congestionado y renqueante. A la lucha, primero para subir, después para evadir a los habituales sinvergüenzas, desde los carteristas hasta los aberrados, que se aprovechaban de la aglomeración para tocar impúdicamente a las mujeres. Con esfuerzo consiguió un lugarcito cerca de la puerta central, junto al espaldar de un asiento para poder sujetarse, aunque con lo apretada que iba, de seguro que ningún brusco frenazo la haría caer. Una vez situada no pudo respirar tranquila. Enseguida sintió al descarado que se arrimó a su espalda. Tratando de despegarse, se echó hacía delante, con el espaldar incrustándose en su vientre. Lejos de lograr su propósito, ahora se sentía más incómoda y el degenerado seguía pegado como una lapa, con la verga cada vez más enhiesta rozando sus nalgas al vaivén del ómnibus repleto. Probó a darle codazos con la mayor fuerza posible dentro de su inmovilidad, pero tampoco dio resultado. Avergonzada, acalorada, irritada, sin valor para armar la gritería, aguantó hasta la parada siguiente, donde con el movimiento de los que se bajaban, pudo desprenderse y avanzar hasta el final del pasillo.

Dentro de una relativa calma continuó el viaje. Lo desagradable vino después, al bajar quiso arreglarse la saya, que con tantos empujes se había corrido, y tocó algo pegajoso. La primera impresión que tuvo, al mirarse asqueada la mano, fue de que alguien la había escupido, pero dos mujeres que caminaban detrás suyo la sacaron de su error al preguntarle si no la habían toqueteado en el autobús. Entre náuseas y lágrimas recogió a su hijo. Por suerte había agua en el baño del círculo infantil, pudo eliminar la suciedad y lavarse bien las manos. Se recriminó a sí misma por no haber increpado al sinvergüenza, pero recordó a otras mujeres, que en similar situación habían formado un escándalo y lo que habían conseguido era llamar la atención de los demás pasajeros, sin faltar la frase burlona: “Si no quiere que la aprieten, coja un taxi”.

Ahora, en la cama, el cansancio había vencido a la alteración. Ante tantas vicisitudes, sintió lástima de sí misma. Aunque su vida había transcurrido con estrecheces, esta situación no podía compararse con nada. Lo que más la golpeaba era la escasez de algo tan indispensable como el jabón. El precio de una pastilla, conseguido en el mercado negro, equivalía a la cuarta parte de su salario. Y a veces ni servían, como aquel extraño jabón de lavar, que a un precio algo más asequible, compró en una ocasión desesperada. Aparte del repugnante olor y el color indescriptible, las manos se le llenaron de llagas y la ropa se le empercudió. Últimamente casi nunca lloraba, pero ese día cedió a la tentación de buscar alivio para su amarga frustración. Y suerte que no fumaba, porque la venta de las cajetillas de cigarro que le tocaban por la cuota de abastecimientos, le permitían comprar cosas tan imprescindibles como huevos, por ejemplo. Desde ahora ya le preocupaba que el próximo año le quitarían la cuota de leche a su hijo. Se angustiaba pensando en cómo iba a decirle que ya no tomaría más la leche que tanto le gustaba.

A pesar de los sombríos pensamientos, una flojera en todo el cuerpo la invadía. De pronto, una rara sensación la hizo abrir los ojos sobresaltada. El niño estaba parado junto a ella y la observaba con una mirada fea en sus lindos ojos azules. No era la primera vez que la miraba así. En otra ocasión lo había sorprendido escrutándola con esa mirada extraña. Aquella vez el pequeño se había limitado a sacarle la lerngua y había seguido de largo. Ahora levantaba en la mano una bola de hierro, algo más grande que una pelota de tenis. ¿De dónde la sacaría? De pronto interpretó, por la expresión del niño, sus intenciones. No hizo nada para evitarlo. Estaba tan cansada. Volvió a cerrar los ojos.

Horas después, los vecinos y transeúntes se detenían alarmados frente a la casa al escuchar el llanto desgarrador del pequeño y sus angustiadas exclamaciones: “! Mamá, abre los ojos, no duermas más!”, “!Despierta, mamá, tengo hambre!”, “!Me da miedo, enciende la luz, mamá!”. Las sombras del anochecer invadían la tarde primaveral y los gritos desesperados del niño estremecían a los oyentes.



Aleida García Castellanos (Matanzas, Cuba)



41 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page