Cuando su esposo empezó a llegar tarde del trabajo y a tener frecuentes reuniones nocturnas, no se preocupó. Recientemente lo habían ascendido a un cargo de dirección, así que lo atribuyó a su nueva situación laboral. Por la misma razón, tampoco le extrañó que comenzara a cuidar más de su aspecto personal. Pero la llamada de una antigua conocida la inquietó en extremo. La mujer, según ella, cumpliendo con el deber de la amistad de tantos años que las unía, se sentía obligada a informarle que su esposo la estaba engañando con una hermosa rubia, más joven y muy coqueta, que trabajaba con él. Como nunca habían sido tan allegadas, de inmediato la interrumpió, aclarándole que su matrimonio, como de costumbre, funcionaba perfectamente y no tenía la más mínima queja de su marido, así que no le daría crédito a chismes de pasillo. La otra insistió, su intención no era molestarla, solo pretendía hacerle un favor alertándola, esas rubias sexys eran muy peligrosas, si lo sabría ella, que por una así había perdido su segundo matrimonio. Después de colgar, empezó atar cabos y se alarmó.
Necesitaba compartir sus sospechas con alguien cercano, pero no quería disgustar a su hija, que vivía lejos, ya casada y con un niño pequeño. Acudió a su cuñada, su mejor amiga, que no pareció sorprenderse mucho con la noticia. Aunque lo negó, evidentemente, sabía algo. Primero trató de calmarla, no debía hacer caso a esa falsa amiga, si de verdad la apreciara, no se comportaría así. Seguramente actuaba movida por la envidia, luego de tres matrimonios fallidos. Después le dio algunos consejos. Quizás su hermano estuviese atravesando la crisis de los cuarenta y fuera necesario realizar algunos cambios, para incentivar la pasión, desgastada por la larga unión conyugal. Por lo pronto, debía renovar su anticuado vestuario y desterrar las antiestéticas batas de casa y las chancletas, por muy cómodas que fueran. Al día siguiente irían de compras y la ayudaría a elegir ropas bonitas y a la moda. No podían olvidar lencería y ropa interior provocativas, que estimularan la libido del hombre. También tenía que hacer algo con su cabello. Esa melena en capas que llevaba, era muy aseñorada, había que sustituirla por un corte más audaz y juvenil. Un tono más claro le quedaría bien, porque el color oscuro le endurecía las facciones y la envejecía. Le recomendó a su peluquera, cobraba muy caro, pero era una excelente estilista. No era el momento de ser ahorrativa.
Lamentablemente, el cambio de look no dio resultado. El marido ni se fijó en cómo iba vestida. En la cama, las sedas y encajes tampoco surtieron el efecto deseado. Generalmente, él llegaba tan tarde que ya ella dormía. Peor aún si lo esperaba despierta, pues tenía que sufrir la humillación de escuchar sus ronquidos, en cuanto se acostaba, de espaldas a ella, vuelto hacia la pared. El nuevo peinado si lo notó y lo criticó sin piedad. Le preguntó por qué llevaba tan corto el cabello, si eso la masculinizaba, aparte que a las mujeres con sobrepeso no les quedaba bien. Y con su piel trigueña, el tinte rubio cenizo lucía fatal. En fin, remató, esos inventos no la favorecían para nada. Apesadumbrada, pensó que lo perdía sin remedio. Después reaccionó. No iba a darse por vencida, defendería a su matrimonio de 25 años por todos los medios, aunque tuviese que tomar medidas extremas. No solo se trataba de su estabilidad familiar, ella amaba a ese hombre. Ni siquiera podía concebir la idea de vivir sin él.
A falta de mejor opción, decidió recurrir a una renombrada santera, a la que su difunta madre había visitado con frecuencia, porque le tenía mucha fe. A veces la había acompañado, a regañadientes, ya que no compartía esas creencias. Todo lo relacionado con la magia negra le infundía miedo, pero ante la gravedad de las circunstancias, se armó de valor. Temprano, en cuanto su marido salió para el trabajo, fue a ver a la santera, que vivía en un barrio apartado. Fue la primera en llegar. Respiró aliviada, le daba vergüenza que alguien la viera visitando esos lugares. Un mulato flaco, de mediana edad, la mandó a pasar. Tras una descolorida cortina, que separaba la pequeña sala de estar de la habitación en penumbras, donde consultaba, estaba una negra vieja, pequeña y regordeta. No había cambiado mucho, así la recordaba, tabaco en mano, pulsos y collares de varios colores, de color blanco el turbante y la holgada bata. Entró sobrecogida y no quiso observar los detalles de la pieza. Se concentró en mirar solo a la santera mientras le contaba sus penas. La anciana la escuchó con los ojos entrecerrados, dándole largas chupadas al tabaco. Luego de una pausa, convino en que el caso era difícil, requería un fuerte trabajo. La limpieza de la casa con ramas de escoba amarga y el gajo de vence batalla debajo del colchón de la cama matrimonial, no resultaron novedosos para ella, que recordaba a su mamá en esos menesteres.
El vuelco en el estómago lo sintió cuando la santera pasó a explicarle la elaboración de un cocimiento para su marido. Debía agregar una cucharada de tierra del cementerio, un cuarto de cucharadita de polvo de sapo y tres dientes de ratón, al agua de lavar sus partes íntimas en la mañana. Si estaba con la menstruación, no importaba, eso potenciaría aún más los efectos. Dejaría hervir la mezcla durante tres minutos, luego la pasaría por el colador y con el líquido resultante, prepararía un café que le daría a tomar a su esposo durante tres días seguidos. Descansaría tres días y volvería a repetir el proceso por varias semanas. Él no se daría cuenta, nada como el café para enmascarar los sabores. Ese bebedizo era infalible, ella le garantizaba que muy pronto no habría rubia o morena que lo apartara de su lado. No tenía que preocuparse por las hierbas ni por los ingredientes de la pócima, su ayudante se los entregaría en un local al fondo del patio. Solo debía buscar la tierra del cementerio. Espantada, pagó y se despidió. En la salita vio dos mujeres sentadas. Una de ellas la miró con fijeza. Su rostro le pareció levemente conocido y se eso la perturbó, pero después analizó que todas las que iban allí, también creían en brujerías y olvidó el asunto.
Los resultados del brebaje no se hicieron esperar. Desde la primera semana se acabaron las tardanzas y las reuniones nocturnas, aunque no todo era positivo, el hombre se quejaba de trastornos estomacales y perdió todo tipo de apetitos. Los malestares se fueron acrecentando con el paso de los días, a menudo vomitaba, estaba decaído y enflaquecía a ojos vistas. Ella no se inmutó, porque sabía lo que originaba el padecimiento, pero su suegra y su cuñada se inquietaron e insistieron en que fuera al policlínico. El médico le diagnosticó, según los síntomas, una gastritis aguda. Le recetó medicamentos y le recomendó llevar una dieta estricta, entre otras cosas, debía suprimir las bebidas alcohólicas y el café. Ella intercedió, su esposo era adicto al café en las mañanas, que lo reanimaba. El galeno transigió, pero aclarando que una tacita al día, no más. Le indicó una serie de análisis, le expidió un certificado médico porque no estaba en condiciones de trabajar y lo remitió al especialista.
Una mañana, al cabo de un mes, se levantó indecisa. Le preocupaba realmente la salud de su marido. El día anterior el gastroenterólogo, viendo que no mejoraba, le había aumentado la dosis de medicamentos y le había ordenado otros exámenes clínicos. Sospechaba que además de la gastritis, tenía afectado el hígado. Quizás fuera hora de suspender el cocimiento matinal. Ya la rubia no era un peligro, había pasado a la historia. Días antes lo habían visitado varios compañeros de trabajo. Uno de ellos, contándole las incidencias de la empresa, había comentado que la fulana tenía nuevo amante. El nombre que pronunció era el mismo que le había dicho su supuesta amiga. Aunque su marido trató de disimular, la intensa palidez que demudó su rostro lo delató. Al atardecer, cuando ya todos se habían ido, ella lo vio sentado frente al ventanal, al parecer contemplando absorto la lluvia que caía, pero por el temblor convulsivo de sus hombros, descubrió que lloraba. Compasiva, se acercó y le acarició la cabeza. Él tomó sus manos, llenándolas de lágrimas mientras las besaba. Luego se incorporó, abrazándola y pidiéndole perdón por no haber sido siempre el esposo ejemplar que una mujer tan buena como lo era ella, merecía. Mientras se debatía ante la disyuntiva de seguir o no suministrándole la tóxica poción, tocaron el timbre. Eran su suegra y su cuñada, que a su vez, también habían recibido una visita inesperada esa misma mañana, un rato antes.
La visitante había vivido cerca y siempre se había llevado bien con la familia. De niños, ella y los dos hermanos habían jugado juntos y asistido a la misma escuela. Hacía años que solo se veían de tarde en tarde, porque se había mudado lejos. Después de saludarlas, les explicó por qué estaba allí a una hora tan temprana. La pasada tarde, estando en la consulta de gastroenterología, vio de pasada a su amigo de la infancia y quedó impresionada por su deterioro físico. Ella sabía las causas del mal que lo aquejaba. Había dudado en contarlo, porque no le gustaba inmiscuirse en asuntos particulares, pero al verlo tan desmejorado, creyó conveniente decirlo. Un mes atrás había ido a la casa de una famosa santera y mientras esperaba ser atendida, sin querer había oído la conversación que mantenía con la que estaba adentro. Al salir la mujer que se estaba consultando, la reconoció. Aunque la había visto poco, se acordaba de ella. La madre y la hija quedaron estupefactas cuando les reveló de quién se trataba y todo lo que había escuchado.
De inmediato, partieron indignadas al encuentro con la culpable de todas las angustias que habían sufrido las últimas semanas. En cuanto les abrió la puerta, se abalanzaron sobre ella como fieras, golpeándola y gritándole improperios. Las voces airadas despertaron al marido, que vino con presteza y muy asombrado, sin entender lo que pasaba, se interpuso en defensa de su mujer, conminándolas a retirarse inmediatamente. ¿Con qué derecho invadían su hogar, agrediendo e insultando a su esposa? La madre lloraba, pero la hermana, que enfurecida seguía tirando golpes a diestra y siniestra, le espetó, como una bofetada en pleno rostro: “Comemierda, esta bruja te está envenenando!”
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