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Foto del escritorAleida García

Nenita, la costurera

Una vieja historia con sabor agridulce. Una historia de otros tiempos, cuando no se hablaba de empoderamiento de la mujer, cuando se decía que era “mala” la joven que tenía relaciones sexuales antes del matrimonio, cuando se consideraba una deshonra ser madre soltera. La protagonista de esta historia de tesón y coraje, fue alguien muy especial para mí, tía Nena, la más querida de mis tías, una mujer admirable. Desde muy pequeña conoció los rigores del trabajo. Era la segunda de nueve hijos, en una humilde familia de campesinos sin tierra. Todos, a medida que iban creciendo, contribuían a la precaria economía familiar. Los varones apoyaban al padre en las labores del campo. Ella, la mayor de las hermanas, ayudaba a la madre en los quehaceres de la casa. Todavía no alcanzaba al fregadero y ya fregaba la loza, subida en un rústico banquito. A falta de muñecas, cuidaba de los hermanitos menores. Con apenas doce años ya sabía hacer todas las tareas hogareñas y en lugar de seguir estudiando, comenzó a trabajar, como empleada doméstica, en la casa de unos parientes adinerados que vivían en la cercana ciudad.

Tres años después, convertida en una esbelta jovencita, llamó la atención de un vecino de la misma zona rural, amigo de los dueños de la casa donde ella trabajaba. Casi le doblaba la edad, pero era simpático y ocurrente. La adolescente se enamoró perdidamente de él. Los padres no estaban de acuerdo con esa relación, no solo por la diferencia de edad, sino porque el hombre era bastante mujeriego. No obstante, permitieron que la visitara e iniciaran un noviazgo, que no duró mucho, porque a la primera falta del pretendiente, le prohibieron las visitas y presionaron a la muchacha para que rompiera la relación. Solo consiguieron que la pareja siguiera viéndose a escondidas, con sus inevitables consecuencias. La chica inexperta quedó embarazada y el cobarde novio se desentendió del asunto. Sus empleadores la despidieron sin contemplaciones, a pesar de que no ignoraban que el romance no había terminado y en cierto modo, lo habían propiciado. La madre puso el grito en el cielo y de no haber sido por la firme oposición del padre, la hubiera botado de la casa, preocupada por el escándalo y el mal ejemplo que daba a las hermanas. A los dieciséis años, se convirtió en madre, después de un parto traumático, que la obligó a estar un mes hospitalizada. De nuevo los buenos sentimientos del padre tuvieron que imponerse a la intolerancia de la madre, que no quería recibirla con la recién nacida.

Aunque todavía era casi una niña, enfrentó el enorme reto de la maternidad con suma responsabilidad. Y como no quería ser una carga más, buscó la manera de salir adelante. Enterada de que una amiga había matriculado en un curso de corte y costura, le pidió que le enseñara lo que iba aprendiendo porque ella no podía costearlo. Los sábados en la tarde, con la bebita en brazos, caminaba un tramo bastante largo hasta la finca donde vivía la aprendiz, para que le transmitiera los conocimientos adquiridos en la mañana de ese mismo día. Pocas lecciones bastaron para que la alumna superara a la improvisada maestra. Al mes ya dominaba los rudimentos del oficio que desempeñaría casi hasta el final de su existencia, mientras sus condiciones físicas lo permitieron.

Empezó cosiendo las ropas suyas, de su hijita, de su mamá y sus hermanas. En el funeral de un familiar, una prima suya admiró los lindos modelos que ellas vestían. Cuando supo quién era la costurera, no dudó en encargarle algunas costuras. Ese hecho fortuito cambió su vida para siempre, porque esa parienta estaba casada con un rico comerciante y alternaba con señoras pudientes, que a su vez se interesaron por lo bien confeccionados de sus vestidos y solicitaron sus servicios. Mucho antes de que existieran las redes sociales, la joven de buenos modales, discreta, seria y responsable, se hizo tendencia, convirtiéndose, en poco tiempo, en la modista preferida por la clase alta de la ciudad. Dotada de un talento innato, no se limitaba a coser con excelente calidad, sino que también sugería los colores y diseños que se adecuaban más a la figura de cada una y como realmente funcionaba, todas aceptaban encantadas sus recomendaciones. Eso sí, no era tonta, cobraba bien caro por su trabajo, conocedora de que a aquellas clientas no les importaba el dinero que gastaban en satisfacer sus gustos. Con tantas demandas, tuvo que organizarse para poder cumplirlas. Dos veces a la semana se trasladaba en ómnibus a la ciudad, siempre llevando a la niña consigo. Los lunes, entregaba los encargos terminados y recogía los nuevos pedidos, en los que laboraba durante los tres días siguientes. El viernes, ya listos para el entalle, los llevaba a probar y durante el fin de semana les daba los toques finales. A menudo coincidía, en el autobús en que viajaba, con la hermana del padre de su hija, que gozaba humillándola. Entre otros insultos, a ella la tildaba de puta y a la pequeña, que era su sobrina, le decía bastarda. Ella, avergonzada, sufría en silencio los vejámenes injustificados de aquella mujer tan cruel. Podría haberse librado de ofensas y menosprecios aceptando la propuesta de un viudo de mediana edad que insistía en que se casara con él y que, además, gozaba de una buena posición económica, por lo que no tendría que agotarse cosiendo durante largas jornadas. Pero aquel hombre, siempre vestido de negro, en su automóvil, negro también, no le atraía en lo más mínimo, así que evitaba su presencia y nunca le dio esperanzas. Prefería mantener su libertad, aunque fuera a costa de tanto esfuerzo y sacrificio. Trabajaba sin cesar, pero veía el resultado de su éxito laboral. No dependía de nadie e incluso, cuando su padre lo necesitaba, le prestaba ayuda.

La guajirita, con solo una instrucción básica, madre soltera aún adolescente, sin otro apoyo que su espíritu emprendedor, quince años después, podía sentirse satisfecha de sus logros. Era una reconocida costurera, con una clientela establecida, donde figuraban damas de alcurnia, incluida la elegante alcaldesa de la ciudad. Con el fruto de su trabajo había comprado una buena vivienda y su hija estudiaba en un exclusivo colegio privado, codeándose con las hijas de sus acaudaladas clientas. Al decir de una condiscípula suya, la hija de la costurera no se distinguía por su belleza, simpatía o inteligencia, pero era la que mejor se vestía. Tras años de duro bregar, había alcanzado prosperidad económica, además de ser respetada y estimada por su generosidad y buen carácter. Entonces regresó, arrepentido, el amante infiel. En su madurez, cansado de las andanzas de picaflor, había terminado con sus amoríos y quería sentar cabeza casándose con ella, la madre de su hija, la elegida para ser su esposa. Supongo que a muchas les gustaría leer que aquella mujer emprendedora, independiente, empoderada, lo había mandado lejos, manifestándole toda su repulsa. Pero no fue así, ella lo perdonó. Si era el único hombre al que había amado, si nunca había deseado estar con otro, ¿quién podría juzgarla? Hacía mucho tiempo que se había ganado el derecho de tomar sus propias decisiones. En honor a la verdad, fue un buen esposo. Tuvieron otra hija, una muñeca rubia que era el orgullo de su papá. El matrimonio duró muchos años, hasta el fallecimiento de él. Ella le siguió siendo fiel hasta después de muerto. Ya viuda, rondando los 70 años, un reconocido abogado, viudo también, le propuso matrimonio y aunque aquel señor, al que apreciaba, cortés, culto y amable, quizás hubiera sido una agradable compañía en esa etapa de su vida, con mucha delicadeza lo rechazó, porque según sus propias palabras, ella siempre sería mujer de un solo hombre. Algo ridículo su argumento, pero, al parecer, además de valiente y luchadora, también era irremediablemente romántica.

No solo perdonó a su marido, también perdonó a su cuñada, lo que resulta muy difícil de entender. La mujer odiosa y prepotente, que en su juventud se divertía acosándola y despreciándola en público, después sufrió una serie de calamidades. Su única hija murió muy pronto, dejando dos niños huérfanos, de los que el padre jamás se ocupó, así que ella y su esposo tuvieron que asumir el cuidado de los nietos. El mayor, totalmente incapacitado por una parálisis cerebral que había sufrido al nacer. El menor, con evidentes problemas síquicos, era un inadaptado social, no estudió y antes de la adolescencia ya deambulaba por las calles. Para colmo de males, su cónyuge, que nunca tuvo un empleo estable, no pudo jubilarse. Resumen, estaban viviendo una vejez miserable y no tuvieron más remedio que internarse, con el nieto discapacitado, en un hogar de ancianos. Allá iba todos los meses a verlos la magnánima costurera, con algunas golosinas, para proporcionarles un poco de alegría y consuelo. Para entender su ilimitada capacidad de perdonar habría que tener una nobleza y una bondad tan grandes como la suya, algo que no abunda entre los seres humanos comunes.







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