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Foto del escritorAleida García

Paradojas del período especial

En la actualidad se le concede gran importancia a las vacunas. Se habla mucho sobre el tema y no es raro que algunos dejen constancia del momento en que son inmunizados, lo anuncien a familiares, amigos y hasta lo publiquen en sus redes sociales. Pero un cuarto de siglo atrás, la vacunación era un acto común y corriente, por eso me resultó extraño la llegada al policlínico de un grupo familiar, que quería estar presente cuando la más pequeña de sus integrantes recibiera su primera vacuna, como si de un hecho muy importante se tratara. La orgullosa abuela llevaba en sus brazos a la criatura, la seguían los jovencísimos y alegres padres, tomados de la mano. No podía faltar el joven tío de la bebita, acompañado de su elegante esposa, que a su vez, traía a su hija de cinco años, primorosamente vestida, como si de un domingo de fiesta se tratara y no de una mañana de lunes cualquiera. Evidentemente, la niña, ya en edad escolar, había faltado a clases por algo tan intrascendente. Sentada en el mismo banco que yo, una adolescente también contemplaba la escena con marcado interés. Al verla, la mamá de estreno acudió sonriente a saludarla. Hasta hacía muy poco habían sido compañeras de estudio. Como estaban tan cerca, escuché la animada conversación. Tras el efusivo saludo, lo primero que preguntó la amiguita fue quién era la radiante muchacha que destacaba en el grupo. La otra le respondió que se trataba de su cuñada. ¿La que trabaja en el turismo?, continuó indagando, mientras contemplaba con admiración a aquella que tanto llamaba su atención. Su interlocutora le aclaró que ya no trabajaba, porque antes de casarse, su hermano le había pedido que dejara de trabajar.

Ironías de la vida, pensé yo, que conocía bien a la joven mujer que en ese instante le robaba protagonismo a la recién nacida. Me alegró verla dichosa, en todo su esplendor. Entonces recordé los tortuosos caminos por los que había llegado a esa felicidad.

Varios años atrás, siendo ella y su hermana mayor estudiantes de secundaria, su madre y yo coincidíamos en las consultas mensuales de embarazada. Era extrovertida, le gustaba hablar de su vida privada. Por eso supe que las chiquillas, a pesar de que solo tenían un año de diferencia, eran hijas de diferentes padres, que no se preocupaban por ellas. Estaba esperando otra niña de un hombre que aún no cumplía los treinta años, en tanto ella ya rebasaba los treinta y cinco. Dos años después nos encontramos y me contó contrariada que la mayor de sus hijas ya tenía una pequeñita de 6 meses y para no quedarse atrás, la otra, de apenas 15 años, estaba terminando, embarazada, la secundaria. Hasta ahí habían llegado los estudios de ambas. Para mayor disgusto, la relación con su marido no estaba funcionando bien, aunque por suerte, era buen padre y quería mucho a la niña.

En el siguiente encuentro, seguía con sus tribulaciones. Ya había nacido su segunda nieta. La historia se repetía, pero aumentada. Tenía una escalera de niñas, se llevaban muy poco las tres. Si bien el padre de la primera nieta estaba muy contento con ella y tanto él como su familia, se ocupaban de que no le faltara nada, el padre de la más chica era un sinvergüenza. La había reconocido obligado por la ley y después, había desaparecido. Para colmo de males, se lamentaba, su exmarido se había ido de la casa. Con la exigua pensión que le pasaba a su hija, trataban de subsistir las cuatro. Al menos, la hija mayor había navegado con más suerte, vivía con el esposo y la niña en la casa de los suegros. La otra era novia de un estudiante, buen muchacho, pero no podía aportar nada, si a él, todavía lo mantenía su madre.

Tiempo después, por otras vías, supe de ella. El novio se había graduado, pero lejos de ayudarla, la había dejado por otra. Ya causaba estragos en la población el mal llamado período especial, nombre eufemístico que se le dio a la angustiosa etapa que sobrevino a la caída del campo socialista, caracterizada por una aguda escasez de alimentos, ropas y artículos necesarios. Los precios por las nubes y los molestísimos apagones amargaban el diario existir de los cubanos. A la crisis económica se sumó la pérdida de valores morales. Una parte de la juventud merodeaba por los centros turísticos, para mejorar su nivel de vida ejerciendo la más antigua de las profesiones. A las que se prostituían con extranjeros se les conocía como jineteras. Una de esas jóvenes era amiga de la muchachita que estaba atravesando por tan difícil situación y le ofreció ayuda para entrar en ese mundo. A la chica le repugnaba la idea, pero la madre se entusiasmó con la entrada de dinero que eso implicaba y logró persuadirla. En esos días se efectuaba una fiesta en Varadero, organizada por un conocido proxeneta, adonde acudían turistas en busca de sexoservidoras. La amiga la invitó y conocedora de que la pobre jovencita carecía de un vestuario adecuado, le prestó un corto y ajustado vestido negro, unos zapatos rojos de alto tacón y una pequeña cartera a juego. También la maquilló y perfumó. Ataviadas con el inconfundible uniforme de las jineteras, partieron juntas para el cercano balneario, la más experimentada dándole ánimos a la nerviosa debutante. Al llegar a la reunión, la amiga se integró al animado ambiente, uniéndose a las que con provocativos contoneos bailaban al compás de la música, tratando, cada una, de sobresalir. Pero ella se sentía fuera de lugar y se colocó en un rincón aislado. Desde allí, veía a las otras reírse y coquetear con los turistas que las manoseaban lascivos, cada vez más convencida de que aquello no era lo suyo. Quizás el haberse alejado de las demás, fue lo que motivó a un español a acercársele y hablarle. Era un hombre relativamente joven, de buen aspecto, le infundía confianza. Respondiendo a sus preguntas, le confesó el porqué de su aislamiento y las causas por las que se encontraba allí. Después de un rato de agradable charla y compartir tragos, el extranjero le pidió que lo acompañara a su hotel y ella accedió de buen grado. Antes de irse, pasó a despedirse de su amiga, que no podía creer lo afortunada que era. En su primera ocasión, lo rápido que había pescado un “yuma”. Cuando tuviera más experiencia…

Fueron inseparables durante la estancia del turista en el país. Ella lo llevó a su casa y él pudo constatar que todo lo que le había contado era cierto. Le compró prendas de vestir en boutiques donde ella jamás había puesto un pie. La joven no pudo contener las lágrimas comprando lindas ropas para su hijita, que nunca había tenido nada nuevo, siempre vestida con usadas, que ya no le servían a la primita o a la pequeña tía. Todo le parecía poco, juguetes, golosinas, para las tres niñas. Al cabo de la semana, él se marchó, dejándole una generosa suma de dinero y prometiéndole que la llamaría con frecuencia y cuando volviera de vacaciones, la buscaría. Se habían convertido en buenos camaradas. Ella le estaba inmensamente agradecida.

En esa etapa de prosperidad familiar, conversé con su progenitora, que seguía inconforme. Es cierto, decía, que habían tenido un respiro, las cuatro comían mejor, tenían ropas, muebles y artículos electrodomésticos nuevos, pero no era suficiente. El techo de la casa requería urgente reparación y el dinero no alcanzaba para eso. Ella le insistía a la hija para que un par de veces a la semana fuera a “luchar el baro” en Varadero, al menos hasta que arreglaran el techo o el gallego regresara, pero ni modo, la muchacha no le hacía caso. Si ella fuera más joven, con gusto lo haría, pero los extranjeros querían carne fresca. Me narró, sin el más mínimo recato, que lo había comprobado en una ocasión que se aventuró a “jinetear” por la playa. Solamente consiguió un cliente, un turista borracho, al que le hizo sexo oral y en pago recibió una miseria. No valía la pena.

Cuando volví a verla, estaba indignada. La estúpida de su hija, me dijo, había perdonado al novio que la había abandonado. El muy descarado, rompió con la novia por la que la había dejado y empezó a darle vueltas, repitiendo hasta el cansancio que no podía olvidarla, que era la única mujer que de verdad quería. La tonta, que seguía enamorada de él, volvió a aceptarlo y se iban a casar. La niña estaba contenta, era la única figura paterna que había conocido y se querían mucho. Hasta la suegra, que tanto se había alegrado cuando el hijo había terminado con ella, diciendo que no es que fuera mala, pero su hijo merecía una muchacha mejor, profesional, de buena familia y sin arrastres, como la que en aquellos momentos tenía, ahora la muy hipócrita estaba de acuerdo con la relación y, al parecer, feliz. En fin, todos contentos. La hija, despreciando oportunidades, tendría que vivir del sueldo de su marido. Ya había hablado con el español, que había entendido la situación. Tan buena persona que hasta le envió un regalo de boda.

Una historia de amor con final feliz. Pero, caramba, reflexioné, había tenido que prostituirse para ser aceptada y valorada. Contradicciones del período especial.




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