Mi vecina tiene una linda casa, amplia y confortable. Pero no siempre fue así, antes habitó en viviendas muy diferentes. Me cuenta que nació y creció en una típica casa campesina, en la finca de sus padres. Cuando se casó, siguió viviendo allí. Era una familia numerosa y como las hermanas mayores ya ocupaban los mejores dormitorios, a ella le tocó un cuarto, al lado del comedor, que hasta entonces había servido para guardar provisiones. La única privacidad consistía en una simple cortina de tela. Con esas condiciones, la joven pareja se sentía cohibida para disfrutar de su amor a plenitud. A través de la pared de madera se escuchaba cualquier ruido en el comedor, donde el entra y sale era constante, a cualquier hora, desde muy temprano en la mañana. Su esposo trabajaba en la ciudad y prefería quedarse en un albergue para no viajar tanto, solo se veían los fines de semana. En aquellas circunstancias, era lógico que la vida conyugal no resultara placentera para mi amiga, que vio los cielos abiertos cuando su padrino le brindó un pequeño departamento, que tenía vacío, en una cuartería de la ciudad. Después de enviudar, vivía con su hija y ya no lo necesitaba.
Entusiasmada, arregló lo mejor que pudo la minúscula habitación. No era que tuviera suficiente privacidad, ni siquiera disponía de un baño privado. La única opción era utilizar un servicio sanitario común para todos los habitantes de la ciudadela. En el piso superior vivían dos mujeres, madre e hija, que ejercían la más antigua de las profesiones y tenían una abundante clientela. Eran frecuentes los escándalos y las borracheras. Aun así, se sentía más a gusto, al menos tenía algo propio. Los problemas empezaron cuando llegó su primera hija. Tuvo que desprenderse de su máquina de coser para ubicar, en ese espacio, la cuna de la bebita.
Ya desde el embarazo le resultaba difícil moverse en tanta estrechez pero después del parto, tenía que hacer malabares. Decidió permutar para una vivienda más holgada. Como su marido siempre estaba ocupado en su centro laboral, ella tuvo que encargarse de los trámites. Enseguida apareció una buena opción, un caserón antiguo, de madera y tejas, pero bien conservado, situado en un tranquilo barrio, algo apartado, habitado por dos hermanas que se mostraron satisfechas con el diminuto apartamento, aduciendo que necesitaban acercarse al centro de la ciudad.
No podía explicarse el porqué de la extraña desazón que le inspiró, desde que llegó, aquella casona de puntal alto, con portal, sala, saleta, varios dormitorios, baño, comedor, cocina, terraza. A ambos lados, pasillos cementados y al fondo un patio tan grande que llegaba hasta la otra calle. El espacio que antes le faltaba ahora le sobraba, sin embargo, había algo en el ambiente que la sobrecogía. Pronto supo la causa, empezó a ver a un anciano, lo mismo sentado en la saleta, que parado en la puerta del segundo dormitorio o inclinado en un cantero de plantas medicinales, junto a la terraza. Cosa rara, cuando lo veía, lejos de asustarse, la invadía una tranquila sensación de sosiego. Así y todo, como el plazo para no hacer efectiva la permuta aún estaba vigente, fue a ver a las mujeres que habían permutado con ella. Encontró el departamento cerrado y no pudo ubicarlas. Su marido no le hacía caso, él no veía nada. Claro que no tenía muchas oportunidades, si solo estaba en la casa de pasada. Se iba temprano en la mañana y generalmente llegaba tarde, a bañarse, comer y dormir. Si algún día regresaba antes, volvía a salir hasta altas horas. Dos noches a la semana, hacía guardias nocturnas en el trabajo y ella se quedaba sola, muerta de miedo, sin poder dormir. Tiempo después, cuando ya el matrimonio se había deshecho, se enteró que en realidad pasaba esas noches con una amante que trabajaba con él. Pero en aquella época, ella creía ciegamente todos sus embustes. Criada en un ambiente machista, casarse y tener hijos era la máxima aspiración de las mujeres de su familia y consideraba natural que a su esposo solo le interesara que la comida estuviera a su hora y bien preparada, la ropa lavada y planchada y hasta se sentía culpable cuando el muy descarado pasaba el dedo por la superficie de los muebles y si encontraba polvo, le mostraba el índice en gesto recriminatorio, para avergonzarla. En cuanto al sexo, el hombre la usaba para obtener una rápida satisfacción y nada más. Cuando otras mujeres hablaban sobre el tema, ella pensaba que lo sobrevaloraban. Tendrían que pasar años para, en otra relación, descubrir los placeres sexuales. No puedo reprimir la carcajada cuando me comenta que al casarse virgen y con tan pésimo profesor, no era de extrañar su ignorancia en la materia. Ella también se ríe, pero siente pena y rabia, era una hermosa e ingenua jovencita y su esposo la desatendía, prefería divertirse con otra, ni tan joven, ni tan bella, pero seguramente experta en esas lides.
Ya se estaba acostumbrando a las frecuentes visiones hasta aquel domingo en la mañana. Como de costumbre, el marido estaba ausente, supuestamente lo habían convocado a un trabajo voluntario. Primero, barriendo la saleta, encontró unas monedas de plata regadas por el piso. Ignoraba qué hacían allí, pero no lo relacionó con el fantasma. Después, escuchó balbuceos de la niña, que dormía en la segunda pieza. Se asomó y quedó horrorizada con la escena. El viejo, al lado de la cuna, observaba a la criatura, que al parecer, también lo veía, porque reía y le tendía los bracitos. Espantada, cargó a la bebita y salió corriendo hacia el portal. Un compañero de trabajo de su esposo, que vivía cerca, pasaba en ese momento por la calle y al verla, sollozante y temblorosa, acudió en su ayuda. Ella le contó lo sucedido y él la calmó, le dijo que se ocuparía del asunto, él sabía cómo resolverlo. Era tataranieto de esclavos africanos. Recordaba a su bisabuela, una conguita que murió centenaria, rodeada de sus ritos ancestrales. Su mamá y su abuela también practicaban la santería, así que desde niño se había iniciado en el culto afrocubano. No lo divulgaba porque era aspirante al partido comunista y a los militantes les estaba vedado tener creencias religiosas, pero en casos así, él no dudaba en intervenir. A ese viejito que ella le había descrito, menudo, con sombrero hongo y vestido de gris, lo conoció en vida. Había sido el dueño de esa casa, y se había suicidado. Todos los familiares habían emigrado, así que la vivienda pasó a ser propiedad del Estado, que con posterioridad, la cedió a las hermanas que permutaron con ella.
Le pidió que lo esperara. Solo iría hasta su casa a buscar lo que era necesario. Quince minutos después regresó con una jaba de tela. Al entrar, extrajo un tabaco y lo prendió, expeliendo densas bocanadas. Desde el portal, lo veía corretear por toda la saleta, en medio del humo, emitiendo unos espeluznantes aullidos. De vez en cuando, daba unos grotescos saltos. Los transeúntes, intrigados por los chillidos que se percibían en la calle, se detenían y contemplaban expectantes a la muchacha llorosa, parada en el portal, con la niña en brazos, y a través de la ancha puerta, al moreno que, como un poseído, se desplazaba por la pieza humeante. Sin decir nada, seguían su camino.
La acción se prolongó, hasta que el sonido inconfundible de las monedas de plata al chocar contra los mosaicos del piso, se sumó al ruido ya existente. No quiso mirar, durante un buen rato las sintió caer. Luego de un corto silencio, apareció el negro, exhausto y sudoroso. En el rostro oscuro parecían llamear los ojos rojos. Traía la jaba, de medianas proporciones, casi llena de refulgentes monedas de plata. Le ofreció compartir el botín, pero ella lo rechazó. El aprovechado de su marido sí aceptó, un tiempo después, una manilla de plata que el amigo le obsequió.
No tuvo más visiones en los días siguientes, que fueron muy pocos. Comenzó a recorrer las calles, con la pequeña a cuestas, buscando desesperadamente casas con el letrero “Se permuta”. Además, indagaba con conocidos y hasta con desconocidos. La intensa búsqueda dio resultado. A una familia grande le convino la espaciosa vivienda. Sobre todo, el padre quedó encantado con el inmenso patio. Por su parte, ella se enamoró del que sería su nuevo hogar, mucho más chico, pero suficiente para ellos. Eso sí, ya había aprendido la lección y tuvo el cuidado de, una vez concluida la mudanza, ocultarse en el campo, en la casa paterna, mientras transcurría el período en que podría deshacerse la permuta. Hizo bien, porque al volver, los nuevos vecinos le comunicaron que la anterior propietaria en varias ocasiones había preguntado por ella y tocado a su puerta insistentemente. Según les comentó, quería virar para atrás porque había tenido en la nueva casa visiones terroríficas.
El relato parece increíble, pero mi vecina es seria y nada fantasiosa. No creo que me esté tomando el pelo. Trato de hallarle una justificación lógica a los hechos. Los ojos rojos del exorcista, que tanto la impresionaron, se debían al humo del tabaco. Las monedas también tenían su explicación. En la década del sesenta, las personas que emigraban, escondían los objetos de plata y oro que tuvieran, con la esperanza de en poco tiempo volver y recuperarlos. En este caso, habrían guardado las monedas en el techo. El paso del tiempo y quizás, los ratones, deterioraron las bolsas que las contenían y cayeron al suelo por el retumbar se los gritos, saltos y carreras. Le hablo del fenómeno físico de la resonancia. Ella me interrumpe. ¿Y por qué veía, con lujo de detalles, a un hombre que se había suicidado en esa casa y al que jamás en su vida conoció, ni siquiera en fotografía?
Bueno, hay preguntas que todavía no tienen respuestas.
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