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Foto del escritorAleida García

Si el arrepentimiento matara…

Después de una mala noche, un pésimo día. Había dormido muy poco porque el niño lloro más que de costumbre, lo que era mucho decir. Aunque la madre lo llevó a otra habitación para que no lo molestara, el llanto constante, a veces agudo, le impidió conciliar el sueño. Noche tras noche la misma historia, estaba cansado. En la mañana, somnoliento, fue a trabajar de mala gana. Discutió con un cliente arrogante y el jefe lo llamó a su despacho. En ocasiones anteriores le había advertido que estaba recibiendo quejas por su mal carácter y no permitiría que se repitiera esa situación. Él le explicaba que la falta de sueño acumulada lo alteraba. El jefe ripostaba que no era el único empleado con hijos pequeños, tenía que poner más de su parte. De todos modos, lo perdonaba, teniendo en cuenta que siempre había sido un trabajador ejemplar. Pero esta vez fue tajante, no quiso escuchar sus justificaciones y lo mandó a trabajar para el almacén, donde no tendría contacto con el público, con la consiguiente afectación salarial.

Ya en la casa, lo recibió la esposa con el pequeño en brazos, anunciándole que no había podido hacer nada en la casa, porque el niño estaba en sus peores días. Flaca, despeinada y ojerosa, poco se parecía a la hermosa joven que había conocido, en un guateque, cinco años atrás. Deslumbrado con su belleza, le había dedicado unas inspiradas décimas que ella agradeció con una amplia sonrisa. Un año después, se casaron y desde hacía tres años, eran los padres de aquel llorón que trastornaba sus vidas. Era un hijo deseado, pero nadie le había advertido lo difícil que resultaba la paternidad. Su mujer le pidió que estuviera un rato con él, para poder cocinar. Le dio lástima con ella que, sin quejarse, estaba llevando la peor parte y se lo llevó, con algunos juguetes, para el patio trasero.

Sentado en un banco de madera, a la sombra de un almendro, contempló la clara tarde de otoño. Corría una fresca brisa. En el piso, el niño jugaba entretenido, aunque con el ceño fruncido. ¿Por qué no reía alegre, como los demás chiquillos? En los cumpleaños infantiles, mientras los demás chicos gozaban, el suyo, en un rincón, los miraba con carita triste, y si era mucho el jolgorio, visiblemente disgustado, pedía irse de la fiesta. Trataban de que se relacionara con otros pequeños de su edad y lo instaban a que jugara con ellos. Funcionaba solo por un rato, cuando empezaba el alboroto, corría llorando a los brazos de su mamá, la abrazaba y pegando la carita al cuello materno, encontraba el sosiego. Esa era su zona de confort. Quizás ella, con su sobreprotección, tuviera la culpa de que fuera así. De recién nacido, lloraba bastante, pero los más experimentados opinaban que eso era común y en unos meses se controlaría. Fue al revés, con el paso del tiempo, en lugar de mejorar, cada vez lloraba más. En varias ocasiones le habían pedido al pediatra un chequeo médico. Siempre los exámenes resultaban normales. Por los demás, tenía el peso y la talla adecuados y un buen desarrollo sicomotor. Su mujer insistía en consultar de nuevo al pediatra, porque en los últimos días se habían exacerbado las crisis de llanto. A veces, sin saber por qué, rompía en un llanto desesperado mientras oprimía su cabecita. Después que la madre lo consolaba, seguía gimiendo bajito durante un rato. Pero en ese momento estaba tranquilo. Armaba una diminuta granja, colocando los animalitos y se veía tan tierno, nadie diría que era la insoportable criatura que hacia miserable la vida de sus padres. Quizás tuvieran razón los familiares y conocidos, al opinar que lo malcriaban demasiado y lo que necesitaba eran unas buenas nalgadas para terminar con aquellos llantos sin motivos. Le ponían ejemplos de cómo ese método había resultado efectivo en casos parecidos. Pero su esposa no aceptaba semejantes consejos, a su hijo nadie podía tocarlo.

Aprovechando la momentánea calma, trató de componer unas décimas para una fiesta campesina a la que estaba invitado el fin de semana. Ese era su pasatiempo favorito, pero desde que su hijo nació, frecuentaba muy poco las canturías. ¡Hasta a eso había tenido que renunciar! En vano intentó concentrarse, el sueño lo vencía. Adormilado, se recostó al tronco del almendro. De pronto, el llanto a gritos del niño lo despertó. Malhumorado, le preguntó qué le pasaba. El pequeño no respondió, con la carita contraída y el ademán de llevarse las manos a la cabeza, seguía llorando. Evidentemente, se trataba de una perreta. Ya le iba a enseñar a no llorar más por gusto. Lo golpeó con furia. Cerrando los ojos para no ver la mirada dolida y extrañada de su hijo, tiró algunos golpes más, los últimos fueron al aire. Abrió los ojos, ya el niño no lloraba, ni siquiera gemía. De espaldas en el suelo, yacía inconsciente.

Así permaneció hasta su fallecimiento, pocos días después. A pesar de que los médicos declararon que dado el avanzado desarrollo del tumor cerebral que padecía, la muerte era inevitable y en ninguna circunstancia hubiera vivido más tiempo, su exmujer jamás lo perdonó, acusándolo de haber matado a su hijo. Él no se atrevía a mirarla a la cara, pensaba lo mismo. También creía advertir velados reproches entre sus conocidos, pero eso no le preocupaba. El juez más severo era su propia conciencia. ¿Cómo había sido capaz de pegarle a su pobre hijo enfermo? Se recriminaba por haberse quejado de los llantos y las malas noches, cuando el pequeño sufría por los dolores. No podía olvidar la última mirada del niño, triste, sorprendida y a la vez interrogante, mientras recibía los golpes. No, él no tenía perdón, tampoco consuelo. Había sido tan egoísta. Si pudiera volver el tiempo atrás, pensaría menos en sí mismo y trataría de comprender más a la infeliz criatura. No se lamentaría porque no fuera como los demás y lo mimaría y consolaría hasta el final. Entonces hubiera podido, junto a la madre, llorar en paz su pérdida, sin remordimientos.

Solo una vez más, a instancias de sus amigos poetas, que trataban de animarlo, acudió a una canturía. Allí dio a conocer unas décimas que conmovieron a la audiencia, donde plasmaba todo el dolor que lo embargaba por el desdichado suceso. Empezaron a repetirla de boca en boca los amantes del género campesino. Sobre todo, los dos últimos versos, llamados a permanecer, durante muchos años, en la memoria popular. Su talento fue reconocido y aplaudido. Cuando ya no le interesaba, llegó la fama, que no disfrutó. En lo adelante, se negó a participar en cualquier tipo de actividad social. En voluntario ostracismo trascurrían los días del atormentado poeta, perseguido por el sentimiento de culpa, sin valor para terminar con una vida que ya no le apetecía. ¡Ah, si el arrepentimiento matara…!



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