La Habana, un día de octubre de 2019. La anciana, jadeante y con paso lento, llega a una parada del ómnibus urbano. Su piel negra reluce bajo el ardiente sol tropical. La larga caminata la ha cansado. La bolsa que trae en una de sus manos le parece más pesada que de costumbre. Observa, preocupada, el gentío que se aglomera. En estos días, las dificultades crónicas del transporte se han intensificado. El insensato presidente del país más poderoso, creyéndose dueño y señor del mundo, extrema el bloqueo, o embargo, o como quieran llamarle, sin importarle que los que sufren las consecuencias son los cubanos de a pie, los más necesitados y por lo general, ajenos a las cuestiones políticas. Ahora le llaman situación coyuntural, en otros tiempos, período especial, siempre hay un nombre representativo, pero solo el que lo ha vivido, sabe lo que en realidad significan.
De todos modos, como ha llegado con suficiente antelación, cree que podrá llegar a tiempo para que su pobre viejo, hospitalizado con una enfermedad terminal, disfrute del almuerzo que con tanto amor le ha preparado. Desde que cayó en cama perdió el apetito, pero ella se las ingenia para cocinarle sus platos preferidos. Los médicos le han dicho que le queda poco tiempo, por eso trata de darle los pequeños gustos que están a su modesto alcance.
El tiempo transcurre. Comienza a inquietarse, la espera se prolonga demasiado. Está totalmente desesperada, al cabo de dos horas, cuando aparece el ómnibus. Los más ágiles lo abordan con rapidez. A punto de subir ella, ya está bastante lleno, pero con un poco de esfuerzo, todavía caben algunas personas más. No obstante, el chofer cierra la puerta. Angustiada, implora, por favor, que no la deje. Con lágrimas en los ojos explica que va al hospital, con comida para su esposo muy enfermo. Sin atender a sus ruegos, el conductor, indiferente, le responde que, si tan apurada está, alquile el lujoso taxi, de los que prestan servicio a turistas extranjeros, que está parqueado muy cerca. Y concluye guasón: “Si tiene con qué pagar”, en clara burla, teniendo en cuenta el humilde aspecto de la mujer. Todavía alcanza a oír, desde el ómnibus en marcha, la exclamación grosera de unos de los pasajeros: “Si fuera una muchachona de buenas carnes, valdría la pena apretarnos más” y varias risotadas soeces coreando el dudoso chiste. No le queda otro remedio que darle rienda suelta al llanto que oprime, ahogándola, su pecho. ¡Triste vida la suya! Vieja, pobre y negra, la última carta de la baraja.
El chofer del taxi, ha contemplado la escena y se compadece de la desconsolada vieja. Los sollozos sacuden la flaca figura. Sin pensarlo dos veces, se le acerca. Con voz serena, la anima a calmarse. Si aguarda unos minutos a que terminen de cambiarle un neumático al auto, podrá ir con él y de seguro llegará antes que si fuera en el bus. En medio del llanto, ella le contesta que no puede aceptar su ofrecimiento, ojalá pudiera, pero esos taxis son muy caros y no tiene dinero suficiente.
El hombre insiste: “No se preocupe, señora, no voy a cobrarle”. Sin salir de su asombro, lo mira, desconfiada. ¿Se tratará de otra broma de mal gusto? Pero no, el semblante agradable del joven refleja seriedad y honradez. Ya acomodada en el interior del vehículo, una sonrisa ilumina el arrugado rostro, todavía surcado de lágrimas. De pronto, el taxista recuerda la emoción que experimentaba en su niñez, cuando llovía y sin terminar de escampar, salía el sol.
Durante el trayecto, la anciana se excusa por haber perdido la compostura. Nunca ha sido llorona. Ha soportado con estoicidad las vicisitudes. Pero a la congoja que la embarga por el estado de salud tan delicado de su compañero por más de 50 años, se suman las dificultades diarias, las carencias de todo tipo y encima, tener que sufrir burlas y desprecios. Ella y su esposo habían trabajado mucho gran parte de sus vidas, pero ahora la jubilación meramente les alcanza para sobrevivir. Los escasos ahorros los está destinando a garantizarle una buena alimentación al enfermo. No quiere privarlo de los pocos placeres que puede gozar en sus días finales.
Mientras la mujer habla, su interlocutor nota que se expresa correctamente. Sus ropas se ven muy modestas y usadas, pero pulcras. Recuerda la máxima de su abuela: “Pobre, pero limpia. Limpieza y pobreza no están reñidas”. Le responde cortésmente que no hay nada que excusarle. En todo caso, él le pide disculpas a ella por la repudiable actitud de un trabajador de su gremio. Quiere que sepa que no todos los transportistas son iguales de insensibles e irrespetuosos.
El viaje finaliza. La vieja le reitera su agradecimiento, agregando que, ya que ella no puede pagarle, le pedirá a Dios que lo haga. Le debe dos grandes favores, no solo la ha llevado gratis, también, con su buen comportamiento, ha logrado que ella recupere su fe en la bondad intrínseca del ser humano.
Al despedirse, sus miradas se cruzan. Es tan grande la gratitud que transmiten los marchitos ojos, que el chofer se siente plenamente recompensado.
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