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Foto del escritorAleida García

Soledad

Actualizado: 24 may 2022

Recién llegada al valle, enfermó de tétanos. Los vecinos que la veían pasar a lo largo del callejón, camino a la ciudad, toda vestida de blanco, sobre un caballo también blanco, se persignaban, augurando su muerte inevitable. Pero milagrosamente, la niña sobrevivió.

Provenía de una familia extraordinariamente prolífica. La opinión generalizada lo atribuía a que en el recóndito lugar donde vivían no había electricidad. Sin televisor ni visitas frecuentes, no tenían en las noches otro entretenimiento mejor que engendrar hijos. Eran diecisiete hermanos. La mayor ya estaba bien casada con el propietario de una finca cercana al pueblo y tenía tres niñas. Decidieron, para aliviar la abultada carga familiar, que Soledad, de doce años, se fuera a vivir con ellos. Allí tendría más facilidades para estudiar y ayudaría a la hermana en los quehaceres hogareños. Volvió a ver a sus padres en la fiesta que le celebraron al cumplir quince años. La madre estaba complacida y feliz con la transformación de la chiquilla flaquita y tímida que poco después de irse de su lado, había estado a punto de morir. En tres años se había convertido en una hermosa y radiante jovencita. Esa noche, tras la comelata, organizaron en el patio una competencia de canto. Acompañadas por un guitarrista aficionado, varias muchachas de la zona hicieron el intento, desafinando bastante. Cuando le tocó el turno a Soledad, entonó con voz alta y clara una ranchera de moda. Fue un momento mágico, en la noche de luna llena, perfumada por las maravillas, la melodía se elevó hechizando a los presentes. La más emocionada era la madre, que repetía orgullosa: “Sol es la que mejor canta y la más linda de todas”. No le faltaba razón a la señora, quizás no fuera la más alta o la más elegante, pero con su belleza fresca y natural superaba a las demás. A su figura esbelta y juvenil, su larga y oscura cabellera cubriéndole la espalda, su bonito rostro, donde destacaba una preciosa sonrisa, que mostraba su magnífica dentadura, unía su sencillez, nobleza y dulzura. Al día siguiente, la madre se fue satisfecha. Aunque la adolescente, al terminar la enseñanza primaria, había interrumpido los estudios, porque las tareas domésticas se habían incrementado aún más con el nacimiento de la cuarta sobrina y, en definitiva, ese era el principal objetivo por el que vivía allí, la madre confiaba en que, con tantos dones, a su hija se le presentarían buenas oportunidades de contraer matrimonio. Ignoraba que ya ella andaba en enamoramientos, mantenía un romance secreto con un sobrino de su cuñado, que hacía unos meses trabajaba en la finca. Era un muchacho tosco, pero bien parecido. Se veían a escondidas en el campo. No es que Soledad disfrutara mucho de esos encuentros amorosos, ya que su enamorado era bastante bruto y solo le interesaba satisfacer sus propios deseos, pero, de todos modos, algo le gustaba. Pronto los familiares se dieron cuenta de lo que estaba pasando y cortaron por lo sano. Le exigieron al joven que formalizara la relación, pero él se negó, marchándose del lugar. En realidad, estaba interesado en otra muchacha, no tan linda, pero hija única y el padre, dueño de tierras muy productivas. Tenía sus ambiciones y quería prosperar. El desengaño entristeció a Soledad, que se había ilusionado, pero pronto se consoló. Pretendientes no le faltaban.

Uno de sus admiradores era el guitarrista, un atractivo estudiante universitario que, encandilado por aquella sonrisa que siempre describiría como la más bella que había visto en su vida, durante unas vacaciones, con la guitarra a cuestas, caminaba todas las noches varios kilómetros para visitarla, con el pretexto de la música. Toda la familia y algunos vecinos participaban en las canturías. No pasó nada más entre ellos. Finalizado el verano, él se marchó a la capital y nunca volvieron a verse. Solo quedó el recuerdo de alegres veladas de risas y canciones. Otros más la cortejaban, pero ninguno la entusiasmaba. Ya con dieciséis años, un poco apremiada por la familia, aceptó al que todos consideraban el indicado. Tenía mejor posición económica, era el heredero del dueño de una buena finca. El hecho de que le doblara la edad no era un inconveniente, eso le daba garantías de seriedad y buenas intenciones, aparte que con treinta y dos años no era un viejo.

Al año de noviazgo, se casaron y fueron a vivir con los padres de él en la casona familiar, enclavada en una colina desde donde se divisaba la ciudad. El suegro presumía de la excelente vista desde su portal, pero a Soledad la deprimía ver en primer plano el cercano cementerio. Nunca se sintió cómoda en esa casa, donde le tocaba realizar las labores más engorrosas sin tener voz ni voto. Había pasado de ser la recogida en casa de sus parientes, a la empleada doméstica de la familia de su esposo. Para colmo, su cuñada, que nunca la miró con buenos ojos, siempre estaba supervisando su trabajo y emitiendo opiniones que generalmente eran aceptadas. Vivía al lado con su hija, una muñeca de dorados rizos y ojos azules, mimada en exceso. El marido estaba preso por contrabandear carne de res. Desde el principio Soledad insistió en tener una casa propia, pero el marido no le hacía caso, le resultaba más cómodo vivir allí. Al cabo de un año, cuando nació el primer hijo, se suscitaron celos sobre las preferencias de los abuelos, las rencillas aumentaron y la convivencia se hizo demasiado difícil, decidió construir una vivienda en el otro extremo de la finca, junto al camino vecinal que conducía a la ciudad. El segundo hijo llegó en el nuevo hogar, que ella mantenía impecable A los 25 años, si bien podía enorgullecerse de sus hermosos niños, a los que atendía con esmero, para nada le agradaba su imagen al mirarse en el espejo. No se identificaba con esa mujer demasiado flaca, con el cabello opaco y reseco por el sol, extrañaba a la linda y sonriente jovencita de antaño. Últimamente, evitaba sonreír. Los dos embarazos seguidos habían destruido aquella dentadura perfecta que a todos encantaba. Su esposo no ayudaba a levantarle el ánimo. Todo lo contrario. En una ocasión, la hermana de ella se quedó con los niños para que ellos pudieran asistir a una fiesta nocturna. Como casi nunca salían, se embulló. Una vez en el local, él la dejó sentada en una mesa y se dirigió a la barra para compartir con sus amigos bromas, cervezas y tragos de ron. Mientras él se divertía, ella se aburría. Alguien lo notó y le recomendó que cuidara a su mujer, a lo que él contestó en voz tan alta que pudo escucharlo perfectamente: “A esa no hay que cuidarla. Si la amarro en la carretera, de seguro se llevan la soga y la dejan a ella. ¿Quién la va a querer?”. El chiste burdo, de mal gusto, que provocó la hilaridad de los rudos campesinos, la hirió profundamente.

Se sintió tan menospreciada, que la mirada atrevida de un hombre que una tarde se dio cruce con ella en el camino, le agradó. Era joven y apuesto. Se sorprendió mucho cuando en la noche apareció en la puerta de su casa. Era el marido de su cuñada, que ese mismo día había salido de la cárcel con libertad condicional. Quería saludarlos y aclarar que estaba al margen de las discordias. Trataría de que su hija se relacionara con sus primos. A partir de entonces, la niña iba con su papá para la escuela y al pasar por el camino, los llamaba e iban todos entretenidos y contentos. Soledad y su concuño volvían juntos. Al llegar frente a su casa, siempre lo invitaba a pasar y tomar un café. Le agradaba su compañía y la simpatía era recíproca. Más que camaradería, lo que surgía entre ellos era una fuerte atracción física que derivó en una tórrida relación amorosa. Ella sabía que actuaba mal, pero se dejaba arrastrar por la tentación. Hubiera querido ser de nuevo aquella hermosa joven que él no conoció. Aun así, el hombre aprovechaba cualquier oportunidad para buscarla, quizás incentivado por el encanto de lo prohibido o por lo diferente que era ella, trigueña y muy delgada, a su rubia y regordeta mujer. Poseídos por el deseo, los amantes daban rienda suelta a la pasión que los embargaba, sin medir las consecuencias. La esposa engañada, con esa percepción femenina para detectar cuando hay otra interfiriendo en la vida conyugal, se puso en alerta. Pronto sorprendió a la pareja in fraganti. El escándalo fue mayúsculo. El marido ofendido estaba perplejo, no entendía como Soledad había hecho algo así, si no le entusiasmaba el sexo, tan fría en la cama. Antes de que la botara, ella se marchó.

De nuevo, Soledad viviendo con sus parientes y esta vez, con dos niños. Vinieron días amargos, la hermana le reprochaba su mala cabeza, su cuñado apenas le hablaba. Al menos, sus sobrinas si se alegraron de tenerla en la casa. Lo peor, el amante no aparecía ni daba señales. La próxima vez que lo vio, fue en la escuela. El la ignoró. La esposa, que iba colgada de su brazo, si le dirigió una mirada retadora y triunfal. Nada que hacer. Transcurrido un mes, el padre de los niños fue a buscarlos para que pasaran el fin de semana con él. Ella le pidió que se quedara con ellos definitivamente y en voz baja, sin mirarlo, le explicó que no quería sacrificarlos, con él estarían mejor, en su casa. El hombre, conmovido por la infinita tristeza reflejada en su semblante, le pidió que regresara ella también, era una buena madre y no debía separarse de sus hijos. No le importaba la opinión de la gente. Reconocía que no la había valorado lo suficiente. En ese mes, solo, en la casa vacía, se había percatado de cuánto la necesitaba. Ella negó con la cabeza. Abrazó y cubrió de besos a los niños. Con mirada ausente, los vio marchar sin derramar una lágrima. Se mantuvo taciturna los días siguientes. El lunes en la tarde estaba sola, la hermana había ido de compras y las sobrinas aun no regresaban del colegio. Un espantoso alarido se escuchó en todo el campo. El cuñado y sus empleados corrieron hacia la casa. En el comedor, inmóvil como una estatua, Soledad ardía en llamas. Al revés de la mayoría de las personas, que al quemarse corren despavoridas, ella permaneció quieta en la baldosa que quedó manchada, para siempre, con su grasa corporal.

Trece años después de escapársele a la muerte, Soledad iba, voluntariamente, a su encuentro.



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