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Foto del escritorAleida García

SUCEDIÓ EN EL ARREBATO

María Antonia es una de las más antiguas vecinas del barrio. Antes de que su mente se perdiera en las brumas del Alzheimer, guardaba numerosas historias que ella narraba con gracia y peculiar expresividad. Sobre todo, tenía muchas anécdotas de El Arrebato, el solar donde transcurrió su niñez y parte de su juventud. (Los solares o cuarterías, en Cuba, son similares a los conventillos en América del Sur, casas de vecindad en México, o corralas en España. Los más connotados tienen nombres muy gráficos, como “La yuca agria”, “El Reverbero”, “La Revoltosa” o el ya mencionado “El Arrebato”). Algunos de los sucesos ocurridos allí serian dignos de figurar en las crónicas rojas de diarios sensacionalistas, como éste, que me impresionó fuertemente cuando me lo contó.

A mediados del siglo pasado, siendo niña todavía, María presenció la llegada de una nueva familia al solar. Primero entró el marido, un atractivo joven, alto, delgado, bien vestido en comparación con los que serían sus humildes vecinos. Detrás, su mujer, embarazada y de serio semblante, venía acompañada de dos hijas pequeñas, frutos de un matrimonio anterior. En los días siguientes, el recién llegado se adaptó rápido a la rutina del solar. Por las noches, jugaba dominó en el patio con otros vecinos y compartía con ellos tragos de ron. Era desenvuelto y muy apuesto. Con sus ojazos verdes en contraste con las cejas oscuras y bien delineadas, tenía encandiladas a varias muchachas que se agrupaban alrededor de la mesa y lo miraban a hurtadillas, fingiendo interés en el juego. Lo apodaban “Ojos Bellos” y hacían caso omiso de la evidente preñez de su esposa, a la que casi nunca veían, ya que solo salía de su habitación cuando era imprescindible. Reservada y silenciosa, no conversaba con las demás mujeres, se limitaba a saludarlas en voz baja y educada. Quizás tanto mutismo era consecuencia del bochorno experimentado la noche en que se acercó a su esposo, que en ese momento jugaba, para decirle algo y éste reaccionó de una forma tan descompuesta, conminándola, con voz airada, a retirarse, que hasta sus compañeros de juego, machistas por tradición, quedaron perplejos con el violento exabrupto.

La vecina inmediata, Mimí Colchoneta, comentaba que a menudo escuchaba ruidos semejantes a golpes y gemidos procedentes del cuarto de los nuevos inquilinos, por lo que sospechaba que aquel hombre, de tan buenas apariencias, golpeaba a la preñada, a pesar de su avanzado estado de gestación. Aunque apreciaban a La Colchoneta, que era buena persona y servicial, la mayoría no prestaba atención a esos rumores. El joven era muy simpático. Además, que un marido le propinara una buena zurra a su mujer, de vez en cuando, no era nada extraño en aquel ambiente. Pero una mañana salió Mimí Colchoneta de su habitación, presurosa y despeinada, agitando las descomunales nalgas que le valían el sobrenombre. Trataba de movilizar a los que a esa hora se encontraban en el solar, asegurando que a través de la pared


común percibía sonidos guturales y peste a carne chamuscada. Como los demás no se decidían a intervenir, la Colchoneta, nerviosa, pero resuelta, empezó a golpear la puerta gritando a viva voz que le abrieran. Al fin, cuando se percataron del humo que salía entre las hendijas de la madera, los presentes se unieron, empujando con fuerza y gritando también. La endeble puerta cedió y un cuadro dantesco los dejó atónitos. En el centro de la habitación, impregnada de humo y aquel extraño olor, ardía la mujer, atada a una silla. El marido trataba de apagarla con una manta mientras daba confusas explicaciones, que las evidencias desmentían, acerca de lo ocurrido. Sentadas en la cama, las dos niñas, pálidas e inmóviles, cual figuras de cera, observaban, con ojos desorbitados, la escena. Los vecinos reaccionaron, terminaron de zafar a la infeliz, y cubriéndola con una sábana, la sacaron en brazos para la calle. En un automóvil que a la sazón pasaba, la llevaron al hospital con la mayor rapidez posible. El esposo, que había ayudado a cargarla, también iba en el asiento trasero sosteniendo a la quemada, que casi inconsciente, emitía débiles quejidos. Al llegar a Emergencias, los acompañantes bajaron del auto en busca de una camilla, el marido también descendió y en medio del tumulto que formaron los curiosos, desapareció. La esposa falleció a las pocas horas.

La policía no tuvo dificultades para esclarecer los hechos. Además de las pruebas encontradas, el desgarrador testimonio de las niñas fue suficiente. Habían presenciado en silencio, bajo amenazas de que les sucedería lo mismo si no obedecían, cómo el infame le había prendido fuego a la desdichada madre, amordazada y atada. Tuvieron que contemplar sus desesperados esfuerzos, su atroz sufrimiento, su agonía. Es de imaginar que esa visión las marcaría para el resto de sus vidas. Un tío, que vivía en la capital, fue localizado y se las llevó a vivir con él.

Pasaron los años sin que se tuvieran noticias del criminal. Corrían los primeros meses después del triunfo de la Revolución y la ciudad estaba en plena efervescencia, cuando un día, el hermano de la difunta, al abordar un ómnibus, creyó reconocerlo en un hombre de melena y larga barba, vestido con el uniforme verde olivo del Ejército Rebelde. Sus sospechas se confirmaron porque el supuesto militar trató de huir en cuanto lo vio. Impulsado por la energía que le suministraban la rabia y el dolor contenidos, lo sujetó y de un manotazo le quitó las gafas oscuras que ocultaban los ojos inconfundibles. El prófugo fue inmediatamente detenido y procesado. Lo sentenciaron a pena de muerte por fusilamiento. En las investigaciones se descubrió que se trataba de un asesino en serie, buscado en varias provincias por otros cuatro feminicidios, todos con similares niveles de sadismo y crueldad.














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