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Foto del escritorAleida García

TAN SUMISA

No sabíamos si se le había pasado el tiempo esperando al príncipe azul o sus expectativas eran demasiado altas. Quizás el hecho que desde muy joven se había dedicado a ayudar a su hermana en la crianza de sus sobrinas, abandonadas por el padre desde pequeñas, había influido en su sequia amorosa. El caso es que, cosa rara, había cumplido los 40 y permanecía virgen. Y no es que fuera tan fea, o antipática, o desagradable, o mala persona. Nada de eso.


Hacía varios años que trabajábamos en la misma oficina. Yo la apreciaba, era una buena compañera de trabajo, educada, afable, de buen carácter, tranquila, metódica, enemiga de chismes y enredos. Físicamente, sin ser una belleza, tampoco se veía mal, y no representaba su edad verdadera, parecía más joven de lo que en realidad era. Su aspecto era pulcro, aunque no elegante, pues no se distinguía por el buen gusto al vestir. En fin, una mujer común, que no llamaba mucho la atención.


Así que sus amigas nos alegramos mucho cuando apareció su príncipe, que en vez de azul, vestía de verde olivo y no galopaba en blanco corcel, sino que conducía un jeep militar. Era contemporáneo con ella, apuesto, simpático y le regalaba flores. Cuando supimos que estaba casado por quinta ocasión y que tenía hijos de matrimonios anteriores, no nos preocupó. Si a nuestra amiga no le importaba, a nosotras, menos. Además, quizás decidiera divorciarse una vez más, parecía muy enamorado y a ella nunca la habíamos visto tan feliz. Hasta criticamos a su familia porque no les parecía bien esa relación y no permitían que la visitara en su casa, lo que dificultaba los encuentros amorosos de la pareja. Por suerte, unos meses después, a él le concedieron un departamento en un edificio perteneciente a la unidad militar donde trabajaba. Al fin tenían su nido de amor y ella podría desarrollar sus dotes de ama de casa. El novio pasaba los fines de semana en la capital, donde vivía su esposa y los lunes la novia se las ingeniaba para marcharse del trabajo al mediodía. Iba apresurada para el departamento, que quedaba algo distante de la ciudad, en un pequeño pueblo costero alrededor de una preciosa playa. Durante la tarde, se afanaba limpiando, lavando la ropa sucia acumulada de la semana, cocinando, hasta le lustraba las altas botas del ejército. Se esmeraba para que cuando el hombre regresara del trabajo lo encontrara todo impecable. Ella lo recibía cansada, pero alegre, y en las largas tardes de primavera y verano se bañaban hasta el anochecer en la cercana playa. Después de comer los platos que con más amor que experiencia ella preparaba, a partir de recetas que frecuentemente nos pedía, aun ella tenía ánimos para planchar la ropa recién lavada mientras su amante se entretenía mirando la tele. Luego venia la recompensa, después de tan atareada jornada, en los brazos de su amado, que con sus caricias la hacía sentir la más dichosa de las mujeres. Se dormía satisfecha, arrullada por las olas del mar, las melodías románticas de un programa radial nocturno y la acompasada respiración masculina.

A la mañana siguiente, de vuelta a la cotidianidad, cada uno a su trabajo. Y ella a esperar con ansias el siguiente lunes. A pesar de que tratábamos de cubrir sus escapadas en horario laboral, para que pasasen inadvertidas, algunas veces tenía problemas con los jefes. Pero no pasaba de una reprimenda, porque exceptuando los lunes, era muy disciplinada. Durante la semana, además de pedirnos consejos culinarios, nos detallaba como atendía a su pareja. Cuando contaba como doblaba los calcetines limpios o la forma en que planchaba los uniformes, nos daba la impresión de que disfrutaba tanto de los quehaceres del hogar como de los placeres sexuales. Bueno, nos decíamos, para gustos se hicieron los colores. Además, ambas cosas eran experiencias nuevas para ella.


Nos extrañaba eso de que solo los lunes se reunieran en el departamento, pero él la llamaba por teléfono diariamente y a veces la sorprendía, apareciéndose en el trabajo, muy cariñoso y generalmente con flores de regalo. Lo que si no encontramos bien fue lo que sucedió con una muchacha de otro municipio que, por razones de trabajo, vino una mañana a la oficina. Muy divertida nos dijo que la había recogido en la carretera un capitán que conducía un jeep y durante todo el trayecto había tratado de conquistarla, piropeándola e invitándola a salir. En eso, se asomó a la puerta el novio de nuestra amiga con su acostumbrado ramo de flores. La muchacha, sobresaltada y pensando que el militar la había seguido, susurró: “¡Ese es!” Al ver a quién, con un beso, le entregaba las rosas, se quedó confundida y al final, entre risas nerviosas, entendió el enredo. Algunas de las que presenciamos la escena pensamos que el tipo era, cuando menos, un descarado, y que su enamorada no merecía esa falta de respeto. Pero ella era la que más se reía y no se molestó en lo absoluto.


Otro día nuestra amiga recibió una llamada y un rato después salió, con mucho misterio, de la oficina. Al regreso me contó que su amante estaba de vacaciones en la capital y la había llamado para decirle a la hora en que pasaría por la terminal de trenes, por si quería verlo. Se dirigía, en compañía de su esposa, hacia un centro turístico reservado para oficiales del ejército, donde permanecerían por una quincena. Y ella había esperado durante horas, junto al andén, al tren que venía con retraso, solo para verlo pasar, sentado al lado de su esposa. Para mirarlo nada más, porque no podían ni saludarse siquiera. Me pareció tan absurdo el episodio que le dije que no comprendía su actitud. Ella me contestó que estaría varios días sin verlo, así que se conformaba y hasta se alegraba por esa oportunidad. Y pasó a describirme a su rival, a la que pudo observar bien a través de la ventanilla. Su ausencia de amor propio me exasperaba.


Transcurrieron cinco años y nuestra amiga seguía tan entusiasmada como al principio. Su amor no había menguado en lo más mínimo, a pesar de que, según sus propias palabras, ya no salían nunca, ni siquiera al restaurante del poblado en fechas especiales. El último verano no se habían bañado ni un solo día en la playa. Él tenía mucho trabajo, llegaba tarde. Ella no se quejaba, en definitiva, en la casa la pasaban muy bien. También había un problema, lo habían elegido delegado de la circunscripción del barrio y no podía dar malos ejemplos. No debían exhibir su relación ilícita. Por eso él ahora tomaba la precaución de no salir juntos de la casa los martes en la mañana. Delante iba él y a cierta distancia, ella lo seguía. Entre nosotras comentamos que ya eso era el colmo. La inocente cada vez se valoraba menos, permitiendo esa humillación. Ya hacía rato que nos habíamos convencido de que él no iba a dejar a su esposa, pero esos argumentos eran demasiado ridículos. De todos modos, en su presencia preferimos callar para no opacar su felicidad.

Una tarde de lunes, como tantas otras, ella estaba limpiando y cocinando a la vez, cuando sonó el timbre. Sudorosa y con el delantal puesto, abrió la puerta. Una cuarentona desconocida, excesivamente maquillada y vestida con ropas ajustadas que le acentuaban las curvas, la interpeló, desafiante: “¡Mírala, tan sumisa! ¿Cómo podía ser tan estúpida?” y con paso arrollador se introdujo en la sala. Nuestra amiga había quedado atónita. En un principio pensó que se trataba de la esposa de su amante, pero no, nada que ver esta desfachatada con la señora del tren. En tanto, la otra seguía informándole, con voz alta y prepotente, que hacía seis meses que compartían el mismo hombre, al principio él había tratado de engañarla, diciéndole que la mujer que lo visitaba los lunes era una empleada doméstica, a la que le pagaba por mantener limpio el departamento. Pero ella sí no era tonta, al final tuvo que confesarle que mantenían una relación, de la que ya estaba aburrido, pero no la había roto por lástima. Le prometió terminarla, pero como el tiempo pasaba, ella decidió cortar por lo sano, ya que no estaba dispuesta a compartir su marido con otra mujer. Mi pobre amiga solo atinó a decir: “Pero si él está casado…”, a lo que la otra respondió, algo sorprendida: “¿No te ha dicho nada? Si hace tres meses que se divorció. Eso fue lo primero que le exigí.” Y sin darle tiempo a la infeliz de cerrar la boca, se fue, con la cabeza en alto, contoneando las caderas, tan arrogante como había llegado.

Finalizaba el otoño y anochecía muy temprano. El donjuán de pacotilla tardó en llegar. Entró con la cabeza gacha, sin dudas, ya sabía lo sucedido. Ella le entregó las llaves en silencio y se dirigió hacia la puerta de salida. Él reaccionó, no podía irse así, ya era muy tarde, mejor esperaba hasta la mañana. Se sentía muy apenado, no hubiese querido que las cosas terminaran de ese modo, esa mujer había actuado sin su consentimiento. Sin mirar hacia atrás, ella se marchó en la oscuridad de la noche.

Durante mucho tiempo nuestra amiga esperó que él regresara arrepentido. Por supuesto que no iba a perdonarlo, pero tenía mucho que decirle. Preparó un discurso para la ocasión. Ocasión que jamás llegó.




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