Todas las mañanas atravesaban el parque cogidos de la mano, caminando apresurados. Él la acompañaba hasta la entrada de la oficina de ella, la despedía con un corto beso y con el mismo paso rápido se dirigía a la suya. Durante muchos años, en días laborables, la misma escena. Hacían una buena pareja, los dos de mediana edad. Ella, de pequeña estatura y cabello castaño. Él, un poco más alto y bastante canoso. Muy normales, ni gordos ni flacos, ni lindos que encantaran ni feos que espantaran. Pero llamaban mi atención por la unión que percibía en ellos, los consideraba el matrimonio perfecto. Las últimas veces que los vi juntos, ya en pleno período especial, observé que ella había adelgazado mucho y múltiples arrugas envejecían su rostro. No me extrañó tanto, porque en aquella época era bastante común que las personas perdieron peso drásticamente. Después, ya no la vi más. Intrigada, indagué con varios conocidos comunes que me proporcionaron los detalles del caso.
Habían nacido a finales de la primera mitad del pasado siglo. Se conocían desde niños. Ambos provenían de familias de holgada posición económica. La de él, dueños de tierras heredadas de sus antepasados. La de ella, propietarios de varios establecimientos comerciales. Tuvieron una infancia similar, crecieron sin privaciones, estudiaron en colegios privados. En la adolescencia se hicieron novios con la aprobación de todos los parientes. Una vez terminados los estudios, se casaron y fueron a vivir con los padres de él en una linda casa, moderna, espaciosa, situada en lo alto de la ciudad.
Ya había triunfado la Revolución y muchas estructuras de la sociedad se tambaleaban. Las mujeres pobres ya no querían ser sirvientas y aprovechaban las oportunidades de estudiar o trabajar en empleos más decorosos que se iban creando, así que ella no tuvo inconvenientes en compartir con la suegra los quehaceres domésticos, lo que hizo que la señora la estimara más aún y la considerara como la hija que siempre quiso tener. Las medidas revolucionarias se iban incrementando y la familia de ella se vio afectada con la intervención de sus propiedades, por lo que decidieron marcharse del país, como muchas otras en similar situación. Ella, que ya estaba embarazada de su primer hijo, optó por quedarse, con la unánime aprobación de todos, incluidos sus padres, convencidos de que el lugar de una mujer era al lado de su esposo. Y ahí permaneció durante largos y difíciles años, a veces sin tener noticias de ellos en varios meses. Cuando al fin permitieron las visitas al país de los familiares que habían emigrado, tuvo la dicha de volver a ver a su madre, a sus hermanos, pero no así a su padre, muerto en el exilio poco después de partir, sin poder soportar la amargura, el disgusto, la nostalgia, en aquel país extraño, al que jamás se acostumbró.
El joven matrimonio llevaba una vida sosegada. Al primer hijo le siguió otro cinco años después. Niños sanos y bien educados, que la abuela se encargó de cuidar para que la madre no tuviera que renunciar a su empleo. Tanto a ella como a su esposo les iba bien en el ámbito laboral. Percibían salarios bien remunerados y se destacaban por eficientes, puntuales y responsables.
Los fines de semana y en las vacaciones se iban de excursión a la playa, a la cercana capital o a la finca que tenían en el campo. Los problemas de transporte no eran obstáculos para ellos que disponían del automóvil del padre de él, antiguo pero en buen estado. Es cierto que habían carencias, pero las sufrían en menor intensidad que la mayoría de la población. Una parte de las tierras paternas habían sido expropiadas pero aún conservaban una finca que los proveía de suficientes alimentos y cuando venían los familiares del exterior les traían prendas de vestir, zapatos, entre otros artículos.
Con esa tranquilidad, los años siguieron pasando, los hijos crecieron sin darles mayores sobresaltos. Buenos estudiantes, matricularon carreras universitarias y ya el mayor se había graduado cuando, con la caída del campo socialista, se desencadenó la debacle conocida como período especial, etapa horrible, angustiosa, desesperante. Las escaseces se exacerbaron, los precios por las nubes, ningún salario alcanzaba para cubrir las más mínimas necesidades, los molestos apagones se sucedían, la pérdida de valores morales se intensificó. Para colmo de males, ya no disponían de la finca, que tiempo atrás el viejo, impedido de atenderla, había entregado al estado a cambio de una pensión vitalicia. Después, el anciano había sufrido un infarto cerebral y permanecía inválido, con dificultades para hablar. La suegra, estaba dando evidentes señales de una progresiva pérdida de sus facultades mentales. A la nuera la golpeaba la menopausia, con súbitos cambios de humor, crisis de llanto, sudoraciones nocturnas, palpitaciones. Fue en esa época cuando la vi tan desmejorada. Las tareas hogareñas, la atención a los ancianos suegros y el trabajo en la oficina, fueron demasiado para ella. Presentó la jubilación anticipada y la comisión médica laboral se la concedió, porque realmente se sentía mal.
Ya estaba tocando fondo cuando los hermanos la invitaron para que pasara unos meses con ellos, ya que la madre no podría viajar más por consejo médico. Al esposo no le causó gracia, jamás habían estado separados después de casados y con la situación que tenían, ese era el momento menos adecuado. De todos modos, accedió, no sólo por los argumentos de ella, que ya había perdido a su padre sin poder verlo y no quería que sucediera lo mismo con su madre. En realidad, lo más probable era que le denegaran la visa, como a la inmensa mayoría de los que la solicitaban. Los hijos, en cambio, saltaron de contento, urgidos como estaban de renovar los gastados jeans y las viejas zapatillas. Estuvieron de acuerdo en repartirse las labores domésticas durante su ausencia. Llegó el día de la entrevista en la embajada y en contra de lo esperado, le concedieron la visa. Quizás los funcionarios no la consideraron posible inmigrante teniendo en cuenta su sólido matrimonio y los dos hijos.
Con lágrimas en los ojos, promesas de amor eterno y la certeza de un pronto regreso, ella partió. En las primeras veces que se comunicaron telefónicamente, les contaba que todo era muy bonito, pero se sentía fuera de lugar. Les preguntaba cómo se las estaban arreglando en la casa, cómo estaban los suegros, si la extrañaban.
Pronto la volverían a ver, a más tardar en tres meses. Aunque ellos trataban de tranquilizarla, las llamadas finalizaban entre sollozos y numerosas recomendaciones para que se desenvolvieron mejor. En el segundo mes les comentaba de visitas y paseos, de las tiendas repletas, de la ropas bonitas que le compraban, pero lo que más le interesaba era saber cómo les iba a ellos, si estaban muy cansados, quería que le dieran todos los pormenores.
para no preocuparla, no se quejaban. Llorosa se despedía asegurándoles que seguía sin adaptarse y deseando verlos. En la primera llamada del tercer mes les hablaba de cuánto había aumentado de peso, con tantas cosas buenas para comer. Les decía que cuando iba a los supermercados abarrotados, se le encogía el corazón pensando en ellos. Indagaba cómo estaba marchando todo por allá con tanto trabajo que se pasaba para hacer cualquier cosa. Ya no habían lágrimas, aunque reiteraba que no creía poder aguantar los seis meses de estadía en el extranjero. Ellos la notaban más animada y se alegraban de que la estuviera pasando bien. En la siguiente ocasión que hablaron en ese mes les pareció más contenta. Les comentaba que sin dudas, los kilos que había aumentado, más las cremas de prestigiosas marcas para la piel, estaban surtiendo efecto.
Ellos, Muchas personas se lo decían y el espejo se lo confirmaba. Se había encontrado con amigas de la juventud y habían pasado una tarde estupenda, hablando de sus vidas y recordando viejos tiempos. Insistió en preguntarle a los muchachos si no estaban agobiados con tantas tareas, sobre todo le preocupaba que los estudios del menor se afectaran. Ella se sentía un poco culpable. Los hijos le aseguraron que todo estaba bien y que ella merecía ese descanso. Sólo alcanzó a despedirse del esposo que con recelo advirtió que ella había recobrado la voz cantarina que hacía mucho no le escuchaba.
En eso transcurrieron los tres meses que ella inicialmente había dado como plazo máximo para regresar y ya no hablaba del tema. Ellos se resignaron a esperar que se cumplieran los seis meses aprobados. En las llamadas que siguieron, ella continuaba narrando, muy entusiasmada, de los paseos, de sus amigas, de sus nuevas amistades, de lo lindo, limpio, fácil, cómodo que era todo, comparándolo con lo que había dejado atrás. Se explayaba tanto con las bondades de su nueva vida que prácticamente solo podía preguntarles cómo estaban de salud. A partir del cuarto mes, el esposo comenzó a inquietarse. Si al principio ella compartía los 5 minutos de llamada para hablar con los tres, ahora cada vez lo hacía menos con él. Si al sonar el teléfono, era él el que contestaba, enseguida le pedía que pusiera a los muchachos, para recomendarles algo importante o cualquier otra excusa. En el quinto mes esto se acentuó. Fuera de los saludos de rigor, ya no conversaban. Cuando los hijos le daban el teléfono y él empezaba a presionarla por el cambio de actitud, la llamada se interrumpía. Así llegó la semana anterior a la fecha en que expiraba e! permiso de estadía. Él, con malos presentimientos, vio palidecer al hijo mayor cuando hablaba con la madre y le pasaba, con mano temblorosa, el teléfono a su hermano.
No necesitó escuchar las palabras entrecortadas por la sorpresa y el profundo disgusto de su hijo menor, para cerciorarse de lo que su cerebro hacía rato intuía. Su mujer no iba a volver. Al otro lado del teléfono, ella trataba de calmar a sus hijos. Precisamente por ellos le había costado mucho tomar esa decisión. Pero, querían verla cada vez más depauperada? O loca, cómo si ya con la abuela no tuvieran suficiente? O quizás, muerta? Porque no creía ella que pudiera soportar mucho tiempo más el caos que se vivía en esa pobre isla. Por eso pensaba que desde afuera podría ayudarlos más. Por ejemplo, la semana entrante, viajaría una conocida que le haría el favor de llevarles un paquete con ropas y medicamentos. Los hijos lloraban, ella también. Con los ojos secos, él se retiró a su habitación.
Otro trago, más amargo aún, le faltaba por digerir. La misma señora, que con tanta amabilidad les llevó el paquete, comentó con sus allegados que la amante esposa, abnegada madre y sacrificada nuera, para sorpresa de todos, hacía un par de meses estaba viviendo un romance con un viudo, mayor que ella, pero que se mantenía muy bien, con una buena jubilación, simpático y divertido. No faltaron las personas, bien o mal intencionadas que se encargaron de hacérselos saber. Cuando volvió a llamar, ante los airados reclamos de sus hijos, ella los acusó de egoístas, que preferían tenerla cerca, sufriendo, a saber que estaba feliz, aunque lejos. Quién los había cuidado con esmero, siempre los había apoyado, se había desvivido por ellos? Ahora, que ya eran hombres, era hora de que pensara en ella y disfrutara los últimos años que le quedaban de existencia.
Mientras, él, triste y desolado, se preguntaba qué le había pasado al amor. En qué momento se perdió? El sepulturero fue el período especial, con su salvaje “sálvese quién pueda”? Tantos años de matrimonio, que supuestamente debían consolidar la relación, en realidad la habían roído? Acaso alguna vez hubo amor o solo fue conveniencia, costumbre?
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