Llegaron al barrio un día cualquiera. Una joven pareja, alto, delgado, extrovertido, él. Ella, en cambio, introvertida, de baja estatura y rellenita. Les acompañaba su hija de 6 años, copia en menor escala de la madre, la misma constitución física, iguales los rostros redondos, con grandes ojos oscuros de pensativo mirar, idénticos los largos y lacios cabellos negros. Al parecer, se llevaban muy bien, siempre se les veía juntos.
El carismático recién llegado pronto hizo amistad con todos los vecinos. A la semana de llegar, charlando con mi papá, se enteró que su abuela era prima de mi abuelo materno. Tanto él como mi mamá descendían de un español, dueño a principios del siglo pasado, de todas las tierras del valle. Al morir, de avanzada edad, los terrenos se habían repartido entre los numerosos herederos, que con el tiempo las fueron vendiendo. En aquel momento, solo quedaba en poder de sus descendientes, la finca que le había correspondido a mi abuelo, nieto del famoso terrateniente. En cuanto lo supo, quiso conocer a la parienta. A mi mamá le encantó aquel primo lejano, tan locuaz, con el que intercambió noticias sobre ambas ramas de la familia. También le agradaron la niña, muy formalita, y la mujer, comúnmente seria y callada, aunque con ella se desinhibía.
A menudo nos visitaban en las tardes. Mientras el marido, siempre con algún tema entretenido, animaba las reuniones en el portal, la muchacha se iba para la cocina con mi madre, la ayudaba a repartir el café y después se sentaban a conversar, tranquilas, alejadas del bullicio. Le pedía recetas de algún plato y consejos de diversa índole. También le contaba detalles acerca de su vida pasada y presente. Llevaba pocos meses de casada con su esposo actual, la niña era fruto de una tormentosa relación anterior.
Su ex la menospreciaba, le había soportado humillaciones e infidelidades hasta el día en que, pasado de tragos, llegó al maltrato físico. Se divorciaron y desde entonces lo veía muy poco. Nunca había sido un padre ejemplar, pero cada vez su despreocupación era mayor. Ya divorciada había afrontado una difícil situación, criando sola a su hijita, sin mucho apoyo, porque sus padres no aprobaban el divorcio, argumentando que no se había esforzado lo suficiente para salvar el matrimonio. Al parecer, su progenitora, una eterna aguantona, pretendía que ella la imitara. Al comenzar la niña los estudios primarios, la suerte le sonrió. En la escuela conoció a un maestro, ese hombre magnifico que se convirtió en su marido.
Por su amarga experiencia, lo pensó mucho para aceptarlo, pero no se arrepentía. No tenía la más mínima queja de él. Siempre de buen carácter, considerado, compartía con ella las tareas del hogar, disfrutaban en familia del tiempo libre. Y lo mejor, la niña lo quería, él se lo había ganado, ayudándola con las tareas escolares y tratándola con cariño. ¿Qué más podía pedir?
Luego las visitas se espaciaron. La mujer comenzó un nuevo trabajo, más acorde con su calificación y con mejor salario, aunque lejos de la ciudad. Según le explicó a mi mamá, dudó cuando se lo propusieron, porque regresaría muy tarde, pero su esposo la convenció. ¡Ese hombre era una joya! Al terminar las clases, llevaba la niña para la casa y la cuidaba hasta que ella llegaba. La esperaban con la comida hecha, todo en orden y la niña bañada. Precisamente, la reacción de la pequeña era lo único que la preocupaba. Le pedía llorando que volviera al hogar temprano, como antes. Unas veces estaba inquieta, nerviosa, otras, huraña, retraída. Había perdido el apetito. Por las mañanas fingía enfermedades y hasta vomitaba, para no ir a la escuela y que ella se quedara a atenderla. En las noches, quería que durmieran juntas y despertaba sobresaltada. Estaba valorando dejar ese trabajo, aunque le gustaba mucho. Su esposo la calmaba, él sabía mucho de niños y le aseguraba que todo se debía a que la niña estaba muy apegada a ella y la extrañaba, con el paso de los días se acostumbraría. Mi mamá le aconsejó que si persistía en esa actitud, la viera con un psicólogo infantil.
Poco después, un escándalo conmocionó al barrio. En la casa del profesor se oyeron voces alteradas y lo vieron salir a todo correr, descalzo, sin camisa y ajustándose los pantalones. Lo seguía su esposa, gritándole improperios hasta que lo vio desaparecer en las calles y volvió sobre sus pasos.
Abrazando a la hija, que semidesnuda en el umbral la llamaba entre sollozos, cerró la puerta. A los transeúntes que se acercaban curiosos, la vecina de al lado les informaba que estando en el portal había visto llegar, más temprano que de costumbre, a la mujer y de inmediato empezó la gritería. Lo que pudo entender fue que había sorprendido al marido abusando de la inocente
La noticia se expandió por el barrio, causando gran indignación. Los hombres decían que se había salvado por huir, si se le ocurría volver, lo matarían a palos. Más tarde varias mujeres acudieron a manifestarle a la afligida madre su solidaridad, pero se encontraron la casa cerrada y a oscuras. La servicial vecina las hizo desistir, explicándoles que la infeliz estaba muy alterada y no quería ver a nadie. Había hablado con ella a través del muro que dividía los patios de ambas viviendas, le había preparado un tilo y se había ofrecido para acompañarla a la mañana siguiente para denunciar al aberrado en la estación de policía, por abusos lascivos con la menor, ya que según sus averiguaciones, no se trababa de una violación con penetración, sino de repugnantes prácticas sexuales.
No fue necesario presentar la denuncia. En la madrugada el presunto culpable se ahorcó en la casa paterna, adonde había buscado refugio en su alocada carrera. Entonces, la opinión pública, siempre veleidosa, dio un vuelco. Los mismos que unas horas antes querían linchar al degenerado, se mostraban consternados y dudaban sobre la veracidad de los hechos. Era difícil creer que un hombre tan simpático, educado, de buenos modales, hubiera incurrido en ese delito. ¿Y si solo se trataba de una artimaña de esa antipática mujercita para deshacerse de él? Quizás, al no poder acusarlo de mal esposo, tal como hizo con el anterior, recurriera a esa mentira y el profesor, una persona decente, ante el bochorno prefiriera suicidarse. Esas mosquitas muertas eran de temer. Algunas mujeres, molestas porque la noche anterior se había negado a recibirlas, agregaban que era muy poco sociable, algo raro escondía.
Mi padre escuchó los comentarios en la calle y se los transmitió a mi madre. Hasta él estaba confundido. Mi mamá, quizás recordando las largas conversaciones en la cocina, negó con la cabeza y acto seguido, excluyó al difunto de la familia. En definitiva, era muy lejano el parentesco.
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