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Foto del escritorAleida García

Una noche inolvidable

Siempre fue cascarrabias. Sus conocidos lo atribuían a las vicisitudes sufridas en su infancia y primeros años de juventud. Nunca supo quiénes fueron sus padres. Al nacer, lo habían abandonado en un orfelinato, de donde escapó a los 12 años. Escondido en la bodega de un buque mercante, llegó a aquella isla lejana, sin conocer a nadie. A fuerza de mucho trabajo, tesón y sacrificio logró salir adelante. Al cumplir 35 años, convertido en un próspero comerciante, se casó y formó una familia. Ya desde entonces se distinguía por el carácter ríspido y déspota, que se acrecentó con el transcurso del tiempo. Más que respetado, era temido por familiares y empleados. A los 70, retirado de los negocios, con una buena cuenta bancaria, disfrutaba de una vejez tranquila, sin mayores preocupaciones. Había enviudado y vivía con su hija, el esposo de esta y un nieto ya adolescente, que soportaban sus malas pulgas porque gracias a él gozaban de una buena posición económica. Por eso, su repentino cambio de actitud, sorprendió a los allegados.

Parecía distraído, no refunfuñaba tanto, a veces lo escuchaban silbar una vieja copla que jamás le habían escuchado. Seguía frecuentando todas las tardes un bar cercano, donde se reunía con contemporáneos suyos, la mayoría inmigrantes españoles como él, para pasar las horas entre tragos, tabacos y discusiones políticas o económicas, pero ahora salía más temprano, dejando una estela de perfume en toda la casa y regresaba después de la hora acostumbrada. La hija, intrigada, le pidió al marido que averiguara lo que estaba pasando. Pronto las pesquisas dieron resultado: el viejo estaba ridículamente enamorado de una veinteañera que hacía tres semanas trabajaba de mesera en el bar. Aunque primero se escandalizó, después razonó que si el padre quería gastar su dinero con busconas, estaba en su derecho. Él no era ningún tonto, se entretendría un rato y después la dejaría.


Pero un mes después, puso el grito en el cielo, la mañana en que el anciano le anunció que ese mismo día, su novia vendría a vivir con ellos. ¿Estaba loco, meter en la casa a una cualquiera que aún no hacía dos meses que la conocía? Una chiquilla que solo buscaba su dinero. Ella no estaba dispuesta a convivir con esa fulana. El padre, tajante, le aclaró que solo se lo estaba informando, no le estaba pidiendo permiso. Era el dueño de la casa y decidía con quién vivir. Si ella no estaba de acuerdo, podía irse cuando quisiera. Y aunque no tenía que darle explicaciones, le advertía que no iba a permitirle que insultara a esa joven, que era decente, solo había tenido un traspiés en su vida, por inocente la habían engañado. Había encontrado en él a un hombre maduro, serio, responsable, era lo que necesitaba. Estaba escarmentada de hombres jóvenes. ¿Acaso nadie podía creer que todavía una mujer lo quisiera?

La hija, ofendida, no le habló más. Se marchó al mediodía, junto al marido y al hijo. Evidentemente, no quería presenciar la llegada de la intrusa. El nieto, al despedirse, le dijo que se iban para la casa de sus abuelos paternos. Al quedarse solo, reflexionó en la ingratitud de su familia. Siempre había satisfecho los caprichos de su única hija, que había crecido sin privarse de nada. Ahora no solo la mantenía a ella, sino también al inútil de su yerno, que tenía estudios, pero no buena cabeza para los negocios, y al nieto, un niño mimado, criado como un príncipe. A la edad de ese chico, mucho que había trabajado él, solo, en un mundo desconocido. En fin, pronto estarían de vuelta, cansados de las incomodidades en una vivienda mucho más chica y sin los lujos de la suya. Y si no volvían, mejor para él, que estaría disfrutando de la compañía de aquella belleza que había aparecido para alegrar su vejez.

Desde el primer instante en que la vio, desplazándose con gracia entre las mesas del bar, con su linda figura de bailarina, quedó prendado de la rubia y risueña jovencita. Tenía muchos admiradores la mesera, pero él había sido el elegido. Claro que lo había ayudado darle las propinas más espléndidas y a diario obsequiarle flores, bombones o perfumes caros. Qué mejor uso del dinero acumulado durante tantos años, que invertirlo en algo que lo hiciera feliz. Sus viejos amigos también desaprobaban ese amor tardío, seguramente movidos por la envidia. Insistían en que una chica tan joven y bonita, solo podía aceptarlo por intereses mezquinos. Es que no la conocían como él. Ella le había contado su triste historia. Saliendo de la adolescencia, se había enamorado de un joven que sus padres no aprobaban, porque no tenía buena fama. Creyendo en sus promesas de amor, había huido con él, dejando atrás a su familia, en el pueblo de campo donde nació. Ahora el tunante la había abandonado, después de haberla hecho sufrir en una tormentosa relación, y no podía regresar, porque los padres, demasiado rectos, no la aceptarían deshonrada. Había empezado a trabajar en el bar para poder subsistir y pagar el alquiler de la pequeña habitación que ocupaba en el peor barrio de la ciudad, lo más barato que había conseguido. Su sueño era encontrar un hombre bueno, que la amara y la representara. Si se aparecía delante de sus padres, del brazo de alguien así, entonces la perdonarían. Estaban muy equivocados los que suponían que se trataba de una prostituta encubierta. Si lo sabría él, que aún no había tenido sexo con ella. Se negaba a entrar a posadas o moteles, ni siquiera a los mejores hoteles. Tampoco, por el qué dirán, le permitía entrar a la miserable cuartería donde vivía. De todos modos, él rechazaba la idea de estar con su amada en esa covacha. Esos lugares lo deprimían, le traían amargos recuerdos de un pasado que prefería olvidar. Siempre que la acompañaba hasta la entrada, se preguntaba qué hacía allí una princesa como ella. Lo más lógico es que teniendo una hermosa residencia, su novia fuera a vivir con él. Se lo propuso y la muchacha estuvo de acuerdo, pero con la condición de ser tratada y respetada como su mujer, no como una amante.

Aunque no se lo había dicho, él estaba pensando pedirle matrimonio, después de un tiempo de convivencia, si todo salía bien, como esperaba. La verdad es que ya no podía vivir sin esa mujercita dulce y pícara a la vez. Por lo pronto, ya no trabajaría más en el bar. No soportaba las miradas lujuriosas de los clientes, sentía celos cuando los atendía, sonriente, con aquellos hoyuelos encantadores en sus mejillas. La quería solo para él. Lo sacó de sus reflexiones una llamada de la novia para coordinar la hora en que debía pasar a recogerla. Él le contó el altercado con su hija, pero ella no pareció molestarse por el desaire. Era demasiado joven para albergar resquemores. Quién sabe si en un futuro, cuando se conocieran, se llevaran bien.


Al atardecer, como habían quedado, fue a buscarla. De regreso, conducía orgulloso, como siempre que llevaba a la muchacha a su lado. Le gustaba que la vieran en su compañía, aunque en una ocasión se ofendió cuando le preguntaron si era su nieta. Cuando entraron, la vivienda pareció iluminarse. Los rizos dorados cubriéndole la espalda, le daban una imagen angelical. Se deleitó viéndola recorrer toda la casa, alborozada, como una niña feliz. La mezcla de ternura y pasión que le inspiraba, nunca antes la había sentido por otra mujer. Ni por su esposa, tan buena, que había soportado sin chistar sus desplantes y exabruptos, ni mucho menos, por las mujeres de la calle con las que había tenido aventuras ocasionales. Cuando ya no esperaba nada, la vida lo sorprendía con aquel espléndido regalo. ¿Qué hombre, con los pantalones bien puestos, lo rechazaría? Finalizado el recorrido, la novia abrió la maleta donde traía sus pertenencias y extrajo una botella de champán y otra de coñac, para celebrar el inicio de una vida en común, con buenos tragos de “España en llamas”. Aunque de la Madre Patria solo guardaba en su memoria tristes vivencias, agradeció que ella, ignorante de su pasado, tuviera ese detalle tratando de agradarle. Sin dudas, esa sería la mejor noche de su vida. Una noche inolvidable…

Al día siguiente, bien temprano, vino la hija, con el pretexto de buscar más ropas y objetos necesarios, aunque en realidad le preocupaba su papá. Ya se había arrepentido del arranque impulsivo del día anterior. No debió dejarlo solo con una mujer que ella ni siquiera sabía quién era. Le extrañó ver la puerta entreabierta. Había un silencio total en la vivienda. En la sala, notó la ausencia del televisor y la colección de figuras de porcelana que había pertenecido a su difunta madre. Presa del pánico corrió al dormitorio de su papá. Allí lo encontró, en la cama, como Dios lo trajo al mundo. Dormía plácidamente, como un bebé, después se supo que a consecuencia del barbitúrico que halló la policía en el fondo de una de las copas. Además de todo el dinero en efectivo, era extensa la lista de artículos que faltaban en toda la casa, exceptuando las habitaciones del nieto y de la hija, que, previsoramente, las había cerrado con llave antes de partir. En el espejo del tocador aparecía escrito con labial rojo y en letra de molde: “BIEJO BERDE”.

Un vecino trasnochador relató que esa madrugada, cuando llegaba, había visto a una joven pareja subir a un camión estacionado frente a esa residencia. Ella de rubia cabellera, él, moreno. Inmediatamente, partieron. En las investigaciones, el casero de la cuartería declaró que habían vivido alrededor de un trimestre allí y que no se relacionaban con nadie. Esa noche, el marido le había liquidado el alquiler y le había entregado las llaves, informándole que se mudaban. Con anterioridad, al anochecer, la mujer se había ido con una maleta, en el automóvil de un viejo que a menudo la llevaba hasta allí. A pesar de las diligencias policiales, nunca pudieron dar con ellos.

Demás está decir que después de este incidente, el anciano dejó de ir al bar y su carácter se agrió aún más.



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