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Foto del escritorAleida García

Una súplica conmovedora

Fue mi suegra por algún tiempo, ha llovido bastante desde entonces. Su hijo la adoraba, a pesar de saber que no era su madre biológica. Era una viejecita encantadora, de blanca cabellera enmarcando el rostro sereno y ojillos negros que chispeaban tras los gruesos cristales de sus lentes. A pesar de su avanzada edad, su figura delgada se mantenía erguida. Todo en ella me agradaba, su nobleza, su aspecto distinguido y a la vez sencillo, su hablar suave y fluido. Me gustaba mucho conversar con ella. En una ocasión me contó cómo se había convertido en la madre del que en aquel momento era mi novio.

Enviudó antes de cumplir los 30 años. Hasta entonces había disfrutado de una vida desahogada. Después, con dos hijos pequeños, la pensión no resultaba suficiente. A los 5 años, agotados los ahorros, no tuvo otra opción que vender su hermosa casa y trasladarse para una vivienda modesta, en un barrio más humilde. Al joven dependiente del almacén de víveres, donde comenzó a hacer sus compras la recién llegada, le llamaba la atención aquella mujer seria, pero amable, de dulce sonrisa. Sentía una especial simpatía por ella. A escondidas de su padre, que era el dueño, siempre trataba de favorecerla, cobrándole menos o regalándole golosinas para los niños. Ella le agradecía con mucha educación, pero sin alentarlo. Aunque le inspiraba respeto, la atracción iba en aumento, hasta reconocer que estaba enamorado por primera vez. No dudó en manifestárselo. Por supuesto que ella no lo aceptó, con la diferencia de 15 años que los separaba, además, no estaba interesada en darles un padrastro a sus hijos. Él no se amilanó y continuó insistiendo. Poco a poco, la viuda fue cediendo, le gustaban los requerimientos del muchacho, lo encontraba algo ingenuo, pero gracioso y atractivo. Y como todavía era joven, necesitaba amar. Terminó rindiéndose e iniciaron un romance que unos años más tarde, acabó como era de esperarse. Él le confesó que había conocido a una muchacha, la amaba, era correspondido y se iban a casar. Antes que lo supiera por otras personas, prefería decírselo de frente. A ella la seguía queriendo, nunca la olvidaría, pero deseaba formar una familia, tener hijos y pensaba que aquella joven era la adecuada. Si ella o sus hijos tenían algún problema, no debían dudar en acudir a él, siempre podrían contar con su ayuda incondicional. Desengañada, acusó el golpe con dignidad y le deseó buena suerte.

Aunque no dejó traslucir sus sentimientos, sufrió en silencio el abandono. Es verdad que había atravesado en su vida momentos más amargos con la enfermedad y la muerte de su esposo, pero esa relación la había hecho revivir, se había adaptado a su compañía. Los niños también extrañaban al tío complaciente que jugaba a la pelota con ellos, los paseos dominicales en familia, la alegría que les trasmitía. Pero todos siguieron adelante. La madre de ella, ya achacosa, vivía sola y le pidió que fueran para su casa, situada en otra parte de la ciudad, a lo que accedió encantada y con la venta de su vivienda, pudo mantener a sus hijos decorosamente, hasta que se graduaron en la universidad.

Quince años más tarde, recibió la visita inesperada de su antiguo amante. Ya no era el mismo joven despreocupado y feliz de antaño, una incipiente calvicie agrandaba su frente y su abdomen evidenciaba kilos sobrantes. A ella, en cambio, los años no la habían maltratado mucho, salvo el cabello gris, que suavizaba aún más sus facciones. Su mamá ya había muerto, sus hijos, uno médico, el otro abogado, se habían casado y vivían en la capital. Habían querido llevársela, pero ella prefería su independencia, se sentía bien y la soledad no la abrumaba. Tenía muchas amistades, con las que a menudo compartía. No le faltaron pretendientes, pero a todos rechazó, considerando que no valía la pena ilusionarse para luego decepcionarse. Ya aquel romance se había convertido en un agridulce y lejano recuerdo. Sin acabar de reponerse de la sorpresa, escuchó las explicaciones, que el turbado hombre trataba de darle. Había acudido a ella porque era la única que podía ayudarle en la difícil situación que estaba atravesando. Su esposa había muerto dos meses atrás dejando cuatro huérfanos, la mayor, de 15, los otros, de 12, 9 y el pequeñín de solo 2 años. Era ese el que más le preocupaba, no confiaba en nadie, que no fuera ella, para reemplazar a la madre perdida. Estaba consciente de que no tenía derechos para pedirle algo así, pero, ¿sería posible que lo aceptara de nuevo? Él sabía que no estaba comprometida, aunque no se habían visto, siempre había estado al tanto de ella, nunca la había olvidado. Lo dejó hablar hasta el final. Su respuesta fue seca y cortante. Lamentaba su desgracia, pero había que tener muy poca vergüenza para aparecerse con semejante petición. ¿así que ahora se acordaba de ella porque la necesitaba? Le deseaba que encontrara una solución a su problema, pero con ella que ni se le ocurriera contar. ¡Qué idea tan absurda! Y sin más rodeos, cerró la puerta en sus narices. En la noche volvieron a su mente otras noches de llanto callado cuando él la dejó por otra. Ni muerta volvería a hacerle caso. El muy descarado acudía a ella porque estaba con la soga al cuello.


Al día siguiente, el obstinado individuo volvió a tocar a su puerta, esta vez acompañado de un hermoso niño, que inocentemente le preguntó: “Señora, ¿usted no quiere ser mi mamá?”. La tierna criatura, con sus rizos rubios en contraste con los grandes ojos negros que la miraban tristemente, estrujó su corazón. Una emoción infinita la invadió, no podía rechazar a aquel adorable querubín. Sospechó que las palabras infantiles habían sido inducidas por el padre, pero, de todos modos, no tuvo fuerzas para negarse, lo quiso desde el primer momento. Ya repuesta del impacto, puso sus condiciones, estaba de acuerdo con cuidar al niño, pero que quedara claro que no quería nada con el progenitor. El hombre, aliviado, transigió, si no quería ser su mujer, la comprendía, pero desde el instante en que pisara su hogar iba a ser considerada como la señora, jamás iba a ser tratada como una empleada doméstica, aunque le pagaría un buen salario. Y cumplió con su promesa hasta el final. Desde que llegó a su empleo, comenzaron los conflictos con la hija adolescente, que no la veía con buenos ojos, pero siempre tuvo el apoyo del padre que obligó a la muchacha rebelde a respetarla. Los otros hijos enseguida le tomaron afecto y generalmente la obedecían. Ella los atendía con esmero, los ayudaba en sus tareas escolares, trataba de suplir, lo mejor posible, a la madre ausente. En cuanto al pequeñito, lo de ellos fue amor a primera vista, el chicuelo quería estar constantemente a su lado, lloraba sin consuelo cuando no la veía, pensando que no iba a regresar. Como cada vez se le hacía más difícil separarse de él, aceptó quedarse por un periodo, hasta que el niño estuviera más grande, en la casona familiar. En las noches, cuando lo dormía en sus brazos, sentía que ser madre otra vez, a los 50 años, le daba un nuevo sentido a su vida. Volvieron los paseos con los niños en las tardes de domingo, que le traían viejos recuerdos. Iban todos, exceptuando la chiquilla malcriada, que ya tenía novio y prefería salir con él. Cuando los veía reír felices, se regocijaba. Se sentía satisfecha por haber contribuido a borrar la melancolía que antes ensombrecía los rostros infantiles.

Un tiempo después, el padre de los chicos, que había recuperado su natural optimismo, le pidió matrimonio, aunque no quisiera ser mujer, porque le preocupaba que, si él fallecía, ella quedara desprotegida. La hija mayor, ya casada, seguramente la echaría a la calle, sin derecho a nada. Ella entendió que los argumentos eran razonables y, sobre todo por el temor a perder los niños, se casaron, con el beneplácito de los hijos de ella, que vivían lejos y no les gustaba que la madre estuviera sola. Una cosa llevó a la otra, con la convivencia, los pequeños, los intereses comunes, el antiguo amor renació y llegó el perdón. Él fue un esposo ejemplar hasta su muerte, nunca le dio motivos para arrepentirse de la decisión tomada al escuchar la súplica del niñito triste que quería tener una mamá.

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