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Foto del escritorAleida García

Variaciones del ego

Su bien alimentado ego crecía cada vez más. Se sentía sumamente satisfecho de sí mismo, de sus logros, de su existencia en todos los aspectos. Era, indudablemente, un hombre de éxito. Dirigía una de las empresas más importantes de la provincia, era respetado y reconocido por las autoridades del territorio, disfrutaba de bienes materiales que para la mayoría eran inaccesibles, le acompañaba, desde hacía muchos años, su fiel esposa, magnífica mujer, intachable ama de casa y excelente madre de sus dos hijos, muchachones bien criados, fuertes, saludables, estudiosos, a los que nunca les había faltado nada. Para colmo de felicidad, ahora la vida le obsequiaba un espléndido regalo, una amante joven y bonita, justo cuando creía que estaba perdiendo su vigor varonil, lo recuperaba con creces al lado de esta muchacha, que, además, no era una cualquiera. Cuando recién graduada llegó a la empresa, cinco meses atrás, fueron varios, más o menos jóvenes, solteros o casados, los que trataron de conquistarla, pero todos fracasaron. Solo él había salido airoso. Por ser el jefe, dirían los envidiosos. Bien sabía él que muchos de los que en su presencia le adulaban, a sus espaldas le criticaban, lo tildaban de arrogante, altanero, antipático, entre otras cosas. Su leal asistente lo mantenía al tanto de todos esos comentarios. Solo llevaba un par de meses a su servicio y ya era insustituible. Algunos jefes tontos se vanagloriaban de sus hermosas secretarias, él no cambiaba a la suya, tan inteligente y responsable, que lo que le faltaba en curvas lo suplía con su cerebro, por ninguna de aquellas bellezas de cabeza hueca. Decididamente, era la mejor. Hasta en eso era afortunado.

Pero cuando estaba en su mejor momento, la buena suerte le dio la espalda. Su mujer comenzó a recibir llamadas anónimas informándole que él la engañaba con una de sus trabajadoras. En un intento por tranquilizarla y reconociendo que, quizás por vanidad, había sido demasiado imprudente, quiso tomar precauciones. Demasiado tarde. Su amante le confesó que estaba embarazada. Por todos los medios trató de que abortara, pero no pudo convencerla. La muchacha se negó rotundamente. Todo salió de control. Comenzaron las discusiones, con su tozuda amante porque con su actitud irresponsable estaba poniendo en riesgo su matrimonio, con su alterada señora, porque las llamadas, que cada vez ofrecían más detalles, acrecentaban sus sospechas. Su estabilidad familiar se tambaleaba. No tardó mucho la informante misteriosa en darle la noticia del embarazo a su esposa, que con la menopausia estaba muy sensible y cuando comprobó que todo era cierto, cayó en una profunda crisis depresiva que la llevó al suicidio.

En la carta de despedida a sus hijos, les pedía perdón por haber tomado la decisión de quitarse la vida. Les explicaba que después de tantos años de dedicación, ahora que ya estaba vieja, su esposo la cambiaba por una jovencita e iba a tener un hijo con ella. Lo que más le dolía no era el abandono, sino la burla. Se sentía tan defraudada, le asustaba la soledad. Ellos habían crecido, pronto terminarían sus estudios, dejarían el hogar, formarían sus familias. ¿Y qué sería de ella? No estaba preparada para una vejez solitaria. Ya no quería seguir viviendo. Ante el cadáver, los hijos hicieron jurar al atribulado padre que repudiaría para siempre a la causante de la tragedia y a su bastardo. Y bien que cumplió, al pie de la letra, el juramento.

Cuando le informaron del nacimiento de la criatura y le exigieron el reconocimiento legal, no tuvo más remedio que hacerlo, pero aclarando que no le interesaba nada concerniente a ese niño y que jamás se ocuparía de él. Ya para entonces había iniciado una relación sentimental con su atenta secretaria. Gracias a ella pudo sobrevivir en los angustiosos días, posteriores a la muerte de su esposa. Creyó volverse loco, el dolor y el remordimiento lo atormentaban, pero aquella compañera comprensiva y cariñosa logró consolarlo. No solo en el plano espiritual su ayuda fue fundamental, también se ocupó de las cosas materiales, tales como las tareas domésticas y la alimentación, tanto de él como de sus hijos, que entendieron que su padre necesitaba tener a su lado a esa mujer madura que se había hecho imprescindible en su vida. No volvió a tener noticias del hijo no deseado hasta seis años después.

A raíz de los hechos, la embarazada había sufrido un repudio general. Todos la culpaban de ser la causante de la tragedia. Después, con el giro que fue tomando el asunto, esa opinión fue cambiando. Circularon rumores que señalaban como autora de las llamadas a la única que había salido beneficiada con el lamentable suceso. Ella se mantuvo alejada y con el apoyo de sus padres, siguió adelante con el embarazo, el parto y la crianza del bebé. No le reclamó al progenitor la pensión mensual que por ley le correspondía al hijo, aunque insistió en que llevara los apellidos del padre, pensando en que estaba defendiendo los derechos del pequeño y que eso le reportaría algún beneficio. Quizás también albergaba la secreta esperanza de que en el futuro el padre asumiera una paternidad responsable. El tiempo se encargaría de demostrarle cuan equivocada estaba. Años más tarde, se casó con un buen muchacho, que quiso como propio al pequeño, sustituyendo al padre ausente. Los familiares de su esposo habían emigrado con anterioridad a España, estaban bien económicamente y los invitaban para que fueran a vivir con ellos, pero se presentó un inconveniente, el niño no podía salir del país sin el consentimiento paterno. Fue por eso que se vio en la necesidad de pedirle su aprobación.

Al verla, acompañada de su marido, una rabia sorda invadió al antiguo amante. Ahí estaba, frente a él, la culpable de todas sus desgracias. Aunque había tratado de rehacer su vida, no podía ser feliz. No tenía quejas de su actual esposa, le estaba muy agradecido y la respetaba, pero jamás la amaría como a la difunta, a la que no pasaba día sin recordarla y lamentar su pérdida. Ni siquiera sentía por la que ahora era su mujer, la atracción física que le seguía inspirando la desvergonzada, que en ese momento, le extendía los documentos que le permitirían irse con su hijo y su joven esposo a disfrutar la dulce vida. No, no firmaría ninguna autorización. La muchacha, perpleja, no entendía el porqué de esa negativa, si el niño no le interesaba para nada, no lo atendía ni se preocupaba por él. Haciendo gala de su habitual prepotencia, se limitó a responder que porque no le daba la gana y punto. Se marchó, dejándolos con la palabra en la boca.

Acudieron a la justicia. La madre presentó una demanda al tribunal solicitando que le fuera retirada la patria potestad al padre. Razones suficientes tenía. Fue necesaria la presencia del infante en la vista oral. El pequeño, a pesar de su corta edad, sentía la natural curiosidad de conocer a su padre biológico. Pero cuando lo vio, exclamó desilusionado: “¡No, ese viejo no puede ser mi papá!” Fue así como el hombre sintió que aquel ego tan elevado, que otrora lo había caracterizado, se venía abajo y rodaba por el suelo hecho añicos.



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