La soledad era algo que ya se había olvidado en los faldeos de la cordillera. La soledad ya no existía en la comuna desde que los campos se cubrieron de centenares, miles de casas donde se instalaron los mineros y sus familias descendiendo de la montaña, desde las alturas de Sewell, y que exigieron casas, no edificios porque allá habían vivido siempre en las alturas y deseaban jardines donde crecieran árboles y jugaran los niños… parques donde los jóvenes se acariciaran y calles por donde circular en sus autos siempre nuevos, autos que no existían allá en los cerros donde no podían circular por las largas escaleras que eran las calles del campamento. La soledad se había escapado de ella como la energía y la juventud de su cuerpo que otrora había corrido por los campos para sumergirse en los canales de regadío y chapotear en las acequias entre el barro y el parpeo de los patos nadando alrededor. La soledad ya no se encontraba entre las calles y avenidas de los faldeos cordilleranos. La soledad solo la abrazaba cuando cruzaba la puerta para entrar a su casa y nadie la esperaba.
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