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El hombre que se marchó

Era un gran coleccionista. Un incansable viajero que recorrió los lugares más diversos y exóticos del planeta. Su interés por juntar objetos abarcó rubros extraños, difíciles de imaginar. Cuando emprendía un viaje, ella se quedaba elucubrando cuándo volvería porque jamás puso fecha fija de regreso, ni menos un itinerario definido. Era emocionante recibir sus correos o llamadas desde los lugares más inesperados, siempre enamorado, siempre haciéndola sentir adorada por él. Siempre apareciendo entre misterios, lugares no siempre nombrados y en esperas que no se podían mencionar. Y mientras aguardaba aquello que no mencionaba, coleccionaba objetos con aroma a misterio. Sus colecciones ocupaban grandes espacios de los lugares que habitaba, en la casa o en las oficinas e incluso construyó pequeñas bodegas para poder guardar todo aquello que despertaba su interés.

Entre los objetos curiosos -para recordar algunos- que nunca tuvieron explicación acerca de su objetivo final, se encontraban los ojetillos metálicos que permiten abrir las latas de bebidas, cervezas y conservas; también las tapas de todo tipo de botellas, perfectamente lisas, luego de ser aplastadas cuidadosamente con una prensa comprada con ese fin. Un misterio que ya nunca tendra respuesta. Otra rareza era la colección de bolitas metálicas y plásticas de desodorantes y también de las botellas de wiski, esas que permiten controlar la cantidad de líquido que se sirve en cada vaso. Todo guardado en frascos de diversos tamaños y cuidadosamente rotulados.

Ellas conformaban solo una ínfima parte de sus colecciones.

Cuando murió y junto a los hijos tuvo que ordenar sus oficinas y pertenencias, encontraron, entre muchas otras, tres grandes colecciones. La de mayor dimensión correspondía a billetes de diversa denominación y antigüedad de más de ochenta países, incluyendo Chile. Entre los chilenos había doscientos cincuenta billetes de quinientos pesos, nuevos, absolutamente estirados e impolutos. Durante mucho tiempo los usó para comprar en la Feria, donde los comerciantes los aceptaban más por tenerlos porque ya no circulaban, que porque creyeran que tenían el valor indicado. Entre los billetes que más llamaban la atención estaban aquellos de países lejanos y exóticos como Irak, Israel, Polonia, Zimbawe, Mozambique, Sudáfrica y Arabia Saudita, entre otros más comunes o cercanos como liras, libras, euros, soles, pesos y otros de países latinoamericanos, incluyendo a Venezuela. Bajo todos ellos, hallaron mil dólares americanos en billetes de distinta denominación. En su mente se agolpaban los recuerdos de todas las ocasiones en que regresaba de sus innumerables viajes, cargado de bolsos y maletas y esa sonrisa que iluminaba su cara y el mundo y, por sobre todo, su mundo. De los bolsos surgían los tapices artesanales comprados en mercados callejeros del Africa profunda, los animales tallados en extrañas maderas y aromas como el sándalo y la mirra y un sinnúmero de billetes, cucharitas y mantas sacadas de los aviones, entre curiosidades que la mantenían expectante porque siempre aparecían sorpresas y el manojo de billetes que dejaba a un costado, mientras la abrazaba y besaba una y otra vez como si quisiera recuperar los días y noches que había estado alejado de ella.

Impactante fue descubrir su colección de monedas, también de diversos lugares del mundo y entre ellas dos frascos inmensos colmados de monedas chilenas de un peso, otros dos con monedas de cinco y, por último, dos con monedas antiguas de cien pesos que aún se encuentran circulando porque no han logrado sacarlas todas del mercado. Separadas en varios frascos se encontraban sin clasificar, las monedas del resto del mundo. Los sellos y estampillas eran colección aparte que requirió de la ayuda de un filatelista para su clasificación y qué decir de su colección de comics para adultos, algunos muy raros y apetecidos, buscados en la red, entre ellos los de Manara y el Corto Maltés que duermen el sueño de las ilusiones en una inmensa maleta que guarda su mejor amigo en busca de un destino en el camino. Y en el aire dejó una estela de misterios viajando sobre la alfombra de sus delirantes relatos sobre aquellas cascadas en el origen del Nilo donde las aguas caían para formar el río navegable donde falleció Antinoo en su bella adolescencia, mientras Adriano lloraba y Cleopatra navegó prendida de los ojos de Marco Antonio; y las bellas arenas de Mozambique donde se podía visualizar el paraíso mientras viajaba a Esmeralda en el centro del continente americano. Sueños que se fueron un día prendidos de sus ojos y su boca, pero viven en el viento de la cordillera que visita la ciudad de vez en cuando.



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