“El final no es la muerte, me dijo, es la trascendencia. El hombre está hecho de sustancia de tiempo, pero cuando el cuerpo se disuelve en el viento, se convierte en una brisa cuya levedad lo transporta por los espacios del conocimiento” y se encarna en otro cuerpo no necesariamente humano, pero siempre más evolucionado que el ya muerto. Y yo pensé que claro, él siempre había estado aprisionado en su cuerpo y en su circunstancia. No pudo volar libre como habría querido porque el deber y el compromiso fueron siempre más fuertes que sus deseos. Y ahora que sus cenizas vuelan en el viento frente a los bellos riscos de Tunquén y se hacen una con las olas del Pacífico, seguro que ha elegido una nueva forma de trascender y volver a visitar a quienes amó.
Por eso, cuando vi que el chercán volaba sin temor entre las ramas del ficus instalado sobre una esquina de la tina, frente a la ventana del baño, supe con absoluta certeza que era él. Apenas entré lo vi aleteando suavemente frente al vidrio para esconderse tras la puerta. Sin perder tiempo y preocupada que no se asustara, llamé a mi hijo para que me ayudara a liberarlo de su encierro. Todas las ventanas estaban cerradas y no había explicación para entender por dónde había entrado. Pero el pajarito desapareció sin dejar huella. Por más que mi hijo se paró en la puerta para evitar que se hiciera daño y lo buscamos mucho tiempo, no volvió a aparecer. Mi hijo, por supuesto, creyó nada de lo que contaba y no perdió tiempo para sugerirme, más bien exigirme sin contemplaciones ni ambages, consultar a un psiquiatra por andar imaginando cosas.
Pero al día siguiente, mientras mostraba la casa que había puesto en venta a unos posibles compradores, salí con ellos a la logia para explicar las bondades de la misma y, oh sorpresa, allí estaba otra vez el chercán volando entre los muebles que guardaban las herramientas y que, luego de dar una vuelta completa bajo el techo, emprendió raudo el vuelo hacia los árboles, perdiéndose entre sus ramas. Y esta vez no solo yo lo vi, también lo vieron los visitantes que comentaron sobre la pequeña ave que parecía no tener miedo ante nuestra presencia.
A la mañana siguiente, casi olvidada la anécdota, me senté frente al ventanal para escribir algún poema y en busca de inspiración levanté la cara y miré a través del vidrio frente a mi escritorio, hacia el jardín. El chercán se acercó suave y grácilmente sorteando las macetas desde las cuales colgaban las hiedras balancéandose, hasta pararse en el borde de la ventana y con su pico tocando el vidrio, permaneció ahí, largos instantes, mirando mis pupilas con sus ojos acuosos mientras mis dedos escribían tristes versos para el.
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