Pasó un día, desde que él se despidió, apenas un día que se le hizo eterno como si en vez de 24 horas, éstas se hubieran transformado en eternidad. Pensó que no volvería y se desesperó. Tocaron el timbre, pero no era él, en la puerta figuraba sonriendo su ex marido que siempre volvía por más, como si ella fuera un vicio del que no se pudiera desintoxicar. Y entró en desesperación porque ya era tarde y no veía posibilidad que él volviera. El demonio sonriente que estaba en la puerta mostró que portaba varios papelillos de coca y María sintió que desaparecer, borrar la belleza vivida era mejor que sufrir una noche, días por la ausencia de Simón. Raúl, siempre seductor, como era, sugirió invitar algunas amigas, por supuesto pagadas, entendamos prostitutas que él ya conocía y María, desilusionada como estaba y con ganas de destruirse, aceptó, aunque decir eso es decir mucho, porque la verdad es que calló y quien calla, en realidad, otorga.
Para calentar el ambiente, Raúl abrió uno de los papelillos y enrollando un billete se lo extendió a María para que diera los primeros jales. Ella ni siquiera lo dudó y aspiró lo más profundo que pudo para encontrar algo de inconciencia activa. Él se encargó de llamar a sus amigas, dos, y María empezó a sentir cómo la droga calentaba su cuerpo y sus deseos, desinhibiendo su mente. Cuando ellas llegaron, supo que ya las conocía, habían conversado horas en fiestecitas anteriores y sentían gran empatía unas por las otras. A María le impactaba que Gina que no tenía más de 19 años fuera tan tierna, aunque oliera a perfume barato y se esforzara en su trabajo para mantener a su pequeña hija. Además, parecía gustarle lo que hacía, pero no estaba segura, quizás parte de su trabajo era convencer al cliente que estaba grata, conversaban mucho y a María le gustaba llevarla a la ducha y lavarle su pelo oscuro, bañarla con aromas de frutas excitantes y peinarse mutuamente. Se reían mucho cuando jugaban en el baño y luego ambas salían oliendo a frutas y flores como le gustaba a María. Era la mejor parte de la noche y a Gina le gustaba el sabor de las sales, los shampúes y el jabón… y la piel de María que acariciaba sin cesar como si fuera una pieza de seda en la que se quisiera envolver.
La casa de María era un lugar bello y original que cuando, años atrás conoció, decidió comprar de inmediato porque se enamoró con toda su piel de su hermosura y defectos. Era pareada, tenía tres pisos; en el tercero una pieza, la principal con una ventana grande, una media circunferencia, tipo catedral gótica, una antesala biblioteca/escritorio y un baño que daba vía dos puertas ventanales a una terraza mediterránea sobre el techo, desde donde se podía tomar el sol desnuda al salir de la ducha.
Al segundo piso se bajaba por una escala de caracol de fierro forjado que apenas permitía el paso de una persona y allí se entroncaba con una gran pieza justo debajo de la principal y dos piezas pequeñas y un baño para completar. Se volvía a retomar la escala de caracol para bajar y llegar al primer piso donde en sobre nivel se encontraba el comedor y la cocina y bajo nivel el salón que tenía salida a un pequeño jardín escondido, casi secreto donde María cultivaba jazmines, hiedras y hierbas. Y una palmera que llegaba hasta el tercer piso y junto a la cual, cada año, una pareja de tórtolas hacía su nido y esperaba nacieran los tortolitos mirando tímidamente hacia su cama.
Y ya entrados en ambiente, todos se desnudaron y bailaron y abrazaron por el salón al ritmo de tangos y boleros solo protegidos por el jardín secreto ya que cortinas no había. Raúl parecía un hombre potente, pero dada la gran cantidad de alcohol y drogas que consumía, tenía problemas para mantener una erección y adolecía de eyaculación precoz. Gran voyerista, gozaba más mirando lo que hacían frente a él. Le encantaba ver como lamían sus pechos o su clítoris y con eso lograba erecciones breves mientras todas reían a coro de su casi impotencia.
Fue una noche orgiástica como otras previas y que le dejó un sabor amargo cuando se fueron de madrugada, cerca de las cinco de la mañana. Se acostó un rato para tratar de recuperar algo de energía para ir a trabajar, aunque como la empresa era de ella, nadie la iba a retar y, de todos modos, el efecto residual de la droga no le permitía dormir. De pronto, cuando recién eran las siete, sonó el citófono que anunciaba que alguien estaba fuera de la comunidad y quería entrar. Trastrabillando bajó la escala a contestar y, con pavor, escuchó la voz de Simón que alegremente le daba los buenos días y pedía entrar para tomar juntos el desayuno que traía. Apretó el botón y corrió al tercer piso para ver cuánto se reflejaba en ella la noche de juerga. Se dió un retoque y volvió a bajar acezando. La droga era buena. Estaba absolutamente de pie y pudo saludarlo como si recién se viniera levantando. Fue la primera y la última vez que le mintió, la primera y la última vez que lo engañó. También, fue la última vez que jaló droga y, aunque muchas veces tuvo deseos de volver a hacerlo, la idea de perderlo era suficiente para que las ganas se esfumaran. Esa mañana, apenas consciente, supo que nada ni nadie los separaría y que todo lo que pasara de ahí en adelante, sería absoluta responsabilidad de ambos y volvió a sonreír sobre la culpa cristiana que la persiguió por meses y años y que fue su secreto hasta que el murió ya que él odiaba cualquier droga con esa intolerancia propia de un revolucionario.
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