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Foto del escritorFacundo Miró

Cuando Facundo era un pendejo

Era el año de la vergüenza nacional y estaba pronto a cumplir 12 años; era un niño pobre de la Población José María Caro y, como todos los niños y compañeros de mi edad, buscábamos la forma de acortar el tiempo con juegos y peleas. No recuerdo haber sufrido algún tipo de ocio mental: o estábamos jugando a los juegos típicos de la época o estábamos inventando alguna cosa con deshechos del basural. En verano, nuestra mayor alegría consistía en ir a un tranque que custodiaban unos huasos a caballo, pero no siempre se podían quedar todo el día. Nosotros teníamos una estrategia para burlar esa vigilancia: llegando al tranque, con sus aguas negra y sucias, poníamos a dos vigilantes, uno en cada extremo, de esa forma, cuando se asomaban desde muy lejos los huasos, teníamos suficiente tiempo de ponernos las ropas, ya que nos bañábamos como Dios nos mandó al mundo, o sea, en pelotas.

Fue un día como tantos otros, caluroso. Nos reunimos para refrescarnos en esas aguas turbias de verano, pero esta vez tuvimos la mala ocurrencia de poner a vigilar a dos hermanos: a uno le decíamos el “Cachamelojo”, por tener estrabismo; y al otro “Cabeza chancho”. En realidad, era deporte nacional poner sobrenombres a cada miembro de la pandilla. Volviendo al relato, mandamos a cada hermano a vigilar ambos extremos del tranque, mientras nos zambullíamos felices como si estuviéramos en las aguas del Caribe. En un momento, después de sumergirnos, salimos al aire y no dimos cuenta, con terror, de que junto a nuestras ropas había dos huasos a caballo esperando con sus huascas que saliéramos del agua. De solo imaginarme esa huasca en mi trasero no me atreví a salir, al igual que los demás. Ante nuestra resistencia, los huasos optaron por bajar de los caballos, meter todas nuestras ropas en unos sacos y marcharse a carcajadas ante nuestras súplicas. Salimos del agua llorando, desesperados, ya que debíamos cruzar canales y la población José María Caro. Nos armamos de valor y, en pelotas, emprendimos el vergonzoso viaje a nuestro hogar, sabiendo que nos esperaba una gran paliza de nuestros padres. Al llegar a la primera calle, la gente salía para ver una fila de niños desnudos, riéndose de nuestra embarazosa situación. Ninguno quería estar ni al principio ni al final de la fila.



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