Agustín tenía siete años cuando cursaba segundo básico y conoció a su nueva profesora, Raquel. Era joven y muy fina, tanto que impactó inmediatamente al joven Agustín. Quizás sería la primera vez en su corta vida que conocería los síntomas del amor. Sentía maripositas en su guatita y la imaginación se elevaba a otros pensamientos cuando Raquel dictaba las clases. Era un niño dichoso y feliz de ir todos los días al colegio a ver a su enamorada. Todas las noches soñaba las cosas más lindas con Raquel: que se casaba con ella, que la llevaba a bellos bosques donde jugaba y la besaba intensamente. Otras noches corrían por la orilla del mar y él le gritaba “te amo, Raquel, te amo”. Agustín luchaba todos los días para no decirle cuánto la amaba, simplemente la adoraba mirándola. Un día se atrevió a hacer una carta declarando su amor hacia ella, aunque no la firmó: “kerida rachel, todas las note sueno contillo, te amo mas que la kresta y kuando creca kiero casarme contillo, esperrame. Te amo”. Fue la primera carta de amor que escribió. La leyó una y otra vez y se sintió muy satisfecho de que su escrito reflejara lo que quería decir a su amada. Tenía la carta doblada, esperando la ocasión para ponerla en el libro de asistencia. Esperó que todos salieran a recreo, colocó apresuradamente su carta en el gran libro y se fue a jugar. Al término del recreo, Raquel encontró esa carta de amor, la leyó y sonrió no solamente por lo que decía, sino también por los pequeños corazones rojos dibujados en ella. Por la forma de escribir sabía perfectamente quién era su enamorado.
Pasaron los años y llego el último curso de básica. Al finalizar la graduación, Agustín sentía que el pecho se le oprimía, sabiendo que no vería más a Raquel. Ella se acercó al muchacho y de una bolsa sacó un cuadro con la hermosa carta que Agustín le había escrito años atrás y le dijo, en forma graciosa, “te esperraré hasta que cresca para casarme contillo”; le besó en la cara y se fue sonriendo.
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