Alicia y yo siempre fuimos amigas, yo vivía enfrente con varios hermanos. A ella que era muy sola, le gustaba mucho ir a mi casa. Fuimos al mismo colegio cuando chicas y luego al Liceo de Niñas situado al lado del establecimiento para hombres. Para llegar a clases debíamos atravesar la Plaza de Armas de la ciudad.
Cuando era pequeña su abuelo la llevaba a clases en una “cabrita” carruaje tirado por un caballo que se ocupaba del traslado de los habitantes de la casa-quinta. Pero cuando creció pidió que no la enviaran nunca más en ese coche para irse conmigo. En invierno nos íbamos quebrando la escarcha que se formaba en las veredas, con nuestras botas de hule, generalmente llegábamos mojadas pero riendo a carcajadas.
Teníamos otra amiga llamada Lila. Ella era hija de unos arrendatarios del abuelo de Alicia, era simpática aunque un poco etérea, parecía estar siempre en “la luna”.
Mi casa también era grande, papá había hecho poner un gran columpio en el patio, allí pasábamos horas balanceándonos las tres.
Alicia vivía con sus abuelos en esa enorme casa quinta. Creció rodeada de una bella naturaleza, plantas, árboles y animales por doquier. Nunca imaginó vivir en otro lugar que no fuera el de su infancia.
Al final del hall, había una galería con ventanales, éste era nuestro lugar preferido para jugar cuando éramos pequeñas, donde acunábamos a nuestras muñecas, las paseábamos en los cochecitos, o jugábamos al almacén, vendiendo pan, harina tostada y huevos que a hurtadillas sacábamos del gallinero. O bien, Alicia, Lila y yo, nos disfrazábamos de señoras elegantes con vestidos y collares de la abuela quién hacía posible cualquier fantasía de su nieta.
Al lado afuera de la galería, en ambos lados del patio de su casa, se divisaban las azaleas, hortensias y rosas blancas y amarillas. Un sendero de juncos, lirios por todas partes, y violetas tapizaban el jardín a un lado del patio adornado con una pileta que guardaba un árbol de camelias rojas. Otra pileta más pequeña guardaba un árbol de camelias blancas.
Más adentro había un gallinero, con gallinas criollas, castellanas y araucanas de esas que ponen huevos azules, cuidadas severamente por hermosos gallos chilenos.
Desde la galería un frondoso parrón cubría gran parte del patio en dónde jugábamos al “luche”. Allí también se celebraba el cumpleaños de Alicia, muchos globos colgaban del parrón, nosotras hermosamente vestidas y con nuestros respectivos gorros de fiesta, nos sentábamos a compartir el chocolate, era la delicia de todos los acompañantes a la fiesta. Y cuando ésta estaba en su resplandor, se partía la torta acompañada de los cantos de augurio a la festejada.
En ocasiones, Alicia acostumbraba a usar la “honda” y siempre estaba atenta a lanzar alguna piedra al hijo al vecino que trataba de robar la uva blanca del parrón.
Cuando cumplimos ocho años, a las tres nos vistieron de novias y con una flor de azucena en las manos, de rodillas recibimos por primera vez la comunión. La Iglesia estaba adornada con muchas flores, se hacía difícil respirar, recuerdo que tuve que sofocar un principio de desmayo. En esa ocasión, sentíamos que éramos niñas muy buenas.
Había unos días en que toda la casa de Alicia se inundaba de alegría, se llenaba de invitados, llegaban días antes y se retiraban días después gracias a la generosidad de la familia. Era el santo del abuelo. En esos días ningún adulto se preocupaba de nosotras, entonces hacíamos lo que queríamos: nos subíamos a los árboles, nuestro árbol preferido era una enorme higuera, cuestión prohibida para nosotras las niñas, robábamos los huevos azules más grandes para luego ir a comerlos allá arriba batidos con azúcar. A través de las rejas colindantes hacíamos entrar a muchos niños que siempre pedían fruta, llenábamos sus canastos con higos, manzanas, duraznos, uva, ciruelas y caquis. Alicia era la más contenta con estas acciones.
Una de las zonas más bellas de la casa que recuerdo está al final del jardín principal, gran cantidad de hortensias rosadas y azules muy grandes, eran verdaderos árboles que nos cobijaban, donde nosotras jugábamos a las escondidas.
Cuando cumplimos doce años estábamos entre la niñez y la adolescencia. A veces nos sentíamos grandes y nos maquillábamos a escondidas debajo de la higuera. Lila tenía el pelo muy negro y liso, Alicia era castaña y con brillos dorados en su larga cabellera ensortijada, y yo tenía el cabello castaño y muy corto, mi mamá lo prefería así, tal vez porque tenía que peinar a muchos hijos y ocupaba menos tiempo. Entonces me gustaba peinar a mis amigas.
Nos adornábamos con flores, hacíamos diversas coronas, entonces nos sentíamos reinas.
Alicia tocaba el piano, estudió solfeos y escalas durante muchos años, su abuela quería que la nieta fuera concertista. Pero ella detestaba las clases y solo acudía para obedecerle.
Un día Lila se sintió sin fuerzas para salir a jugar al patio, entonces nos quedamos en el salón esperando que las clases de piano terminaran. Nos pusimos a escuchar discos, cuando nos dimos cuenta que eran tangos, Alicia y yo tratamos de bailar como lo hacían los adultos, nos reímos mucho pero pronto nos aburrimos. No sabíamos qué hacer, estábamos acostumbradas a salir a jugar al patio, a subirnos a los árboles, pero nos dimos cuenta que nuestra amiga no tenía ni una pizca de energía.
Lila se puso grave. Fuimos a su casa a verla y nos asustó su palidez. La seguimos visitando hasta el día en que su madre nos dió la mala noticia: nuestra amiga se había ido en un plácido sueño. Nos retiramos en silencio sintiendo temblor en las piernas y un gran hueco en el corazón.
Fue velada en su casa, rodeada de sus familiares y amigos. Alicia y yo le llevamos diademas con las flores que poco antes habían adornado nuestros cabellos cuando jugábamos a ser reinas.
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