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EL PROTEGIDO

Saliendo del Metro y a pesar de vestir lo adecuado en un invierno especialmente frío, un golpe de viento helado congeló mi rostro. Caminé rápidamente las dos cuadras que me separaban de la oficina en donde trabajaba hacía años, iba pisando verdaderas lagunillas escarchadas de las veredas. Era el invierno más helado desde que se tenía conciencia.

Habíamos llegado todos a la oficina, marcando oportunamente nuestra llegada en el reloj, nos aprontábamos para comenzar otra jornada de trabajo. Angélica, como acostumbraba todos los días, salió de nuestro lugar de trabajo, con un emparedado de jamón y queso y con un gran tazón de café caliente. Sabíamos el destino que llevaba nuestra compañera de trabajo, Atravesaría la calle para entregarle el desayuno al desamparado que se apostaba en un rincón de la calle de enfrente. De lunes a viernes era lo primero que hacía Angélica antes de ponerse a trabajar. Angélica se destacaba por su espíritu solidario con todos nosotros, ella siempre atenta a cualquier necesidad económica o social que tuviéramos. Había enviudado tres años atrás, no había tenido hijos. Todo su amor maternal lo entregaba a sus perros, que cuidaba y quería como si fueran humanos.

Finalmente los helados fríos quedaron atrás y la primavera hacía su entrada triunfal, lo testimoniaba una linda mariposa que se vestía con un gran colorido y nos daba señales inequívocas del cambio de estación. Nuestras oficinas estaban en una casona antigua, con grandes habitaciones transformadas en oficinas y con un jardín que hacía menos monótona las horas de trabajo. Allí hacíamos una pausa y nos servíamos nuestro café. Fue entonces que Pedro, el más joven del grupo, decidió hacerse cargo de nuestra inquietud con respecto al hombre de la calle que con tanta generosidad se ocupaba nuestra compañera y se comprometió en investigarlo.

El tipo vestía andrajosos pantalones y algo que alguna vez, fue una chaqueta convertida en tiras. Sus hirsutos cabellos no habían estado cerca del agua hacía mucho tiempo, igual que su cara que apenas se divisaba a través de una espesa barba y largos bigotes. Sin embargo sus espesas cejas dejaban al descubierto el azul profundo de su mirada. Su voz era cálida cuando decía: “gracias señorita” al recibir su desayuno. Caminaba con mucha dificultad, se ayudaba de un pedazo de madera para apoyarse en unos horrendos zapatos que le dejaban los dedos al descubierto.

Pedro comenzó su investigación en la biblioteca nacional, en ciertas conversaciones con el hombre en cuestión y con algunos presentimientos, un día nos agrupó a todos para contarnos lo que había descubierto. Se llamaba Ernesto, había sido médico, de reconocido prestigio, con esposa e hija,  a quienes cuidaba y amaba con fervor, había llegado a la ciudad, cansado de la vorágine santiaguina. El quería que su hija se educara en el campo, junto a las tradiciones campesinas y a través de la música y el deporte. Junto a la madre la niña salía todas las mañanas a cabalgar antes de irse a la escuela y con el padre aprendió de escalas y solfeos en el piano de la familia. El doctor era un gran intérprete de piano.

 Pasaron los años con gran tranquilidad en esta familia, hasta que un  accidente doméstico lo marcó para siempre. Su hija de cinco años, la luz de sus ojos, se atragantó con un hueso mientras cenaban y él después de muchos esfuerzos, muy seguro de sí mismo le aplicó la traqueotomía. Rápidamente la llevaron a urgencias del hospital, pero la niña falleció en el trayecto. El padre nunca se repuso de la tragedia, agregando el feroz grito de su mujer que desde el primer momento lo culpó del fallecimiento de su hija.

El doctor sin poder creer lo que había sucedido, enloqueció de dolor. Salió de su casa corriendo y gritando “la maté”, “la maté”.

La familia de Pedro, se encargó de los trámites de la sepultación de la niña, tratando de superar el dolor. Su mujer, arrepentida, se dedicó por años a buscar a su marido, éste había desaparecido absolutamente y nunca logró dar con su paradero.

Al principio Ernesto se refugió en la bebida, de ahí pasó a las drogas, y a vivir en la calle hasta el momento en que lo conocimos gracias a nuestra abnegada Angélica que decidió dar un poco de dignidad al hombre.

Entre Angélica y Pedro lograron ponerse en contacto con la esposa del hombre que ella había protegido durante tanto tiempo, otorgándole un tazón de café y un sandwich.




 

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