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EN LA CLÍNICA

Fueron muchos días durmiendo de día, de noche, de tarde. “Cura de sueño” le llamó el doctor al tratamiento, Lo que no dijo fue que éste se realizaría en una clínica psiquiátrica. Eran tantos los medicamentos a tomar que me encontraba siempre desorientada y sin energía para salir de mi cama. Después de dos semanas de hipnóticos, en que permanecí en estado de sueño veinte horas al día, el médico comenzó a disminuir los medicamentos y por fin pude levantarme sin tanta pesadumbre en mi organismo. Caminé hasta el comedor y me quedé largo rato quieta frente a una mesa vacía.


La clínica era privada, poseía un sector para el esparcimiento de los pacientes, con mesas de ping-pong, ajedrez, y en el patio dos columpios. Largos corredores de baldosas azules y blancas servían para pasear bajo el parrón. No estaba permitido fumar, pero las personas lo hacían igual contrariando las reglas del establecimiento. No había biblioteca, sin embargo circulaban una veintena de libros de los propios pacientes. Lo terrible eran las rejas que rodeaban las ventanas y puertas del recinto, teníamos la sensación de estar en una cárcel. Además era difícil acostumbrarse a los gritos, y lamentos de algunos pacientes especialmente de noche, cuando las emociones llenaban el espíritu de melancolía


En el comedor se me acercó una mujer de sonrisa ancha y caminar cadencioso. Sin preámbulos me confesó que estaba allí debido a su afición a la bebida. Me simpatizó de inmediato, además, yo estaba ansiosa por conversar con alguien. Nos hicimos amigas. Al anochecer nos comunicábamos dando golpecitos a través de la pared, su habitación estaba junto a la mía. Tres golpecitos cortos suficientes para saber que podíamos juntarnos a conversar en una de nuestras habitaciones mientras los otros dormían. Nos contamos nuestras vidas, de cómo habíamos llegado a ese lugar, de nuestras familias. Hablábamos siempre en susurro para no despertar a nadie. Solo una cosa me llamó la atención, mientras mi nueva amiga hablaba, tejía con un crochet de punta redonda, algunos centímetros que después deshacía y comenzaba todo de nuevo. La vi hacer eso muchas veces pero por respeto nunca le pregunté por qué lo hacía.


Una noche escuchamos quejidos que no habíamos escuchado antes, de una paciente muy cerca de nosotras y pasos presurosos que nos asustaron y regresamos a nuestros lugares. Pero esos quejidos se repitieron en las noches posteriores. Armándonos de valor fuimos hacia el lugar de donde procedían los gritos. Nuestra sorpresa fue asombrosa al darnos cuenta que la enfermera de noche amarraba los pies y las manos de una señora anciana y de muy malos modos la amenazaba con pegarle si seguía quejándose. Era una mujer robusta de rostro varonil, ojos escurridizos. Caminaba como marchando por los pasillos de la clínica. Sin ningún temor la encaramos, debido a nuestra presencia dejó de torturar a la pobre mujer.

Mi nueva amiga y yo decidimos escribir una carta que firmaron veinte pacientes más. Ellos se habían quejado de los malos tratos recibidos por la enfermera. Llevamos la carta a la directora de la clínica quién decidió poner fin a su contrato de trabajo. Al irse nos miró con mucho odio, amenazándonos con los peores castigos del infierno al salir de la clínica


Nuestra terapia continuó en forma regular de modo que ambas nos poníamos al corriente después de las visitas que recibíamos. A ella la visitaba su marido, un hombre elegante y muy apuesto. También venía una de sus dos hijas. La otra no quería verla, sentía pudor de su madre ebria. Su marido se había alejado mucho de ella debido a los bochornosos sucesos que ésta le hacía pasar. Él, un importante ingeniero con una mujer alcohólica era una vergüenza. No así los malos tratos que ésta sufría en silencio cuando le hacía ver que sabía de sus aventuras en Isla de Pascua con su amante de turno. Eso no tenía la menor importancia. Las hijas se avergonzaban de la madre pero no del padre maltratador.


Yo había llegado a la clínica por razones muy parecidas aunque el alcohólico era mi marido. Eran años de tratar de resistir los malos tratos cuando éste se embriagaba, siempre llegaba después el arrepentimiento, pero el “nunca más”, no se hizo realidad. Estuve muchos días sin poder dormir a pesar de tomar pastillas para ello. Finalmente mi marido accedió a la cura de sueño sugerida por mi doctor. Recuerdo que el médico, después de muchas sesiones, me dijo que si quería mejorarme tenía que separarme.


Mi marido me visitaba pero yo hubiera preferido que no lo hiciera. A veces el olor a licor se había impregnado en su cuerpo, entonces con mucha tristeza regresaba a mi habitación.

Pronto se cumplirán las tres semanas de mi terapia y podré salir de aquí, no seguí el consejo del doctor, espero un milagro, ¡que mi marido deje de beber!



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