Si pudieras ver lo hermosa que está la Plaza Brasil en esta época del año, es esa de la que tanto te he hablado al contemplar los hermosos “zócalos” de tu país. Permanece casi igual que antes de irme: los mismos árboles añosos que parecen estirar los brazos buscando la tibieza de la primavera, los mismos escaños de madera vieja, descolorida, la rodean completamente; solo una fuente de agua de formas modernas cambiaron un poco su fisonomía de plaza señorial, testigo de tantos amores y desamores, y en su momento también de las más cruentas batallas entre cadetes del ejército y los jóvenes del colegio cercano en donde yo estudiaba.
En el lugar en donde ahora hay un restaurante chino, estaba el cine del barrio. Allí, mi hermana y yo, nos íbamos huyendo de las aburridas clases de la señora Silvia. ¿Te he contado alguna vez acerca de ella? Enseñaba historia, con una voz ronca, un tanto masculina, sería por eso que los alumnos la respetábamos tanto? O le temíamos! Sin embargo su voz contrastaba con su figura pequeña, delgada, casi efímera. Su rápido taconeo se oía a través de los pasillos como alguien a quien el tiempo no le es nunca suficiente. Al acercarse al salón de clases se tocaba las horquillas que afirmaban su “moño de tres pisos”, como decía mi hermana. Usaba siempre trajes sastre, pero contrariamente a lo que se pudiera pensar, se veía muy femenina, tal vez porque los colores que usaba combinaban de maravilla con sus ojos celeste, escrutadores, y sobre todo alegres. Pero lo que más nos gustaba de ella era… su hijo Rodrigo.
Una vez me contaste que en tu adolescencia te habías enamorado de tu profesor de inglés, y que cada vez que lo veías sentías que te faltaba el aire, que tenías la sensación de estar siempre con la cara roja por lo que te costaba mucho concentrarte en tus estudios. Bueno, por eso te lo cuento, sé que me entenderás, me pasaba lo mismo cada vez que veía llegar a Rodrigo, aunque creo que todas las alumnas estábamos secretamente enamoradas de él. Y creo también que Rodrigo sabía lo que producía entre nosotras porque cada vz que iba a buscar a su madre se paseaba con petulancia por los pasillos del colegio alisando con una mano su cabello negro con brillos dorados. El estudiaba violín en el Conservatorio Nacional de Música. Una vez conversamos un poco de música, mientras yo bendecía a mi abuela que me había obligado a ocho años de solfeos y escalas, jurando que sería pianista. Esa vez me contó que se iría de vacaciones a Buenos Aires, a encontrarse con su padre. En cambio yo, debía concentrarme en estudiar para el examen pendiente de matemáticas que debía dar en marzo.
De regreso de las vacaciones, con gran alegría recibí mi nota que me permitía pasar de curso. Me prometí en el futuro, estudiar mucho más para no tener que hacerlo durante las vacaciones.
Vi pocas veces a Rodrigo cuando regresó de Argentina, allí había conocido a una chica que también estaba de paso y desde entonces se frecuentaban.
Mi vida hubiera seguido igual a no ser por los acontecimientos del mes de septiembre de 1973, que cambiaron para siempre nuestras vidas y nuestra historia.
Del resto, no te cuento, ya lo conoces, llegué a tu país con mi familia, y es allí, en mi país adoptivo en donde hemos vivido todos estos años, quedó atrás la adolescencia, nos hicimos mujeres, aumentó la familia, tenemos hijos que nacieron en tu tierra y que son felices. Sin embargo, a pesar de todo, vivimos siempre con “la maleta lista” en ese tiempo de espera. No había podido regresar a mi país porque una letra “L” en mi pasaporte me lo impedía, pero en cuanto la borraron vine a reencontrarme con mi gente, con mis calles, con mi cordillera, con ese entorno que siempre vivió dentro de mi.
Por eso te escribo amiga querida, para compartir mis emociones contigo. Por mi garganta no termina de pasar un trago amargo y un frío recorre mi espalda desde que la vi. Era ella, la señora Silvia. En cada paso dejaba un poco de la energía que ya casi se le extinguía. Con cansancio, con tristeza infinita me miró, iba con un grupo de mujeres protestando por la calle. Tuvo solo un leve parpadeo. Yo un estremecimiento. El retrato de su hijo desaparecido colgaba de su cuello.
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