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  • Foto del escritorLeonel Huerta

El último placer es el recuerdo. Estar, otra vez, en la oscuridad uterina, en la noche sin estrellas; cuerpo arrugado de viejo convertido en cuerpo arrugado de bebé. El anciano sobre la cama lucha por recordar. Todo viaje se alimenta del regreso: una casa familiar, un beso en la boca, el pezón que alimenta, la desnudez de tu cuerpo tocando mi piel, una risa infantil, el jardín florecido, la sombra en verano, el olor a pan, el jugo de la fruta madura corriendo por los labios: volver al lugar común.

Alucinar es cortar los cables del tiempo. El recuerdo alucina buscando el goce.

El placer deja huellas. Somos aquella parte de la escena que ya no está. Cada vez que vuelvo: sueño. Regresamos al lugar donde hemos sido felices. El anciano sobre la cama sonríe por un instante. Buscamos el momento de los latidos.

La música se siente mejor con los ojos cerrados, el pretérito también.

No existe el pasado ausente de nosotros. Buscamos un abrazo. Un te quiero. Pulso y respiro, repeticiones involuntarias. La voluntad encuentra el goce. El anciano sobre la cama se asoma al placer de la oscuridad.




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  • Foto del escritorLeonel Huerta

Hao era el gigante más alto de Yanyanni. En esta especie, los metros se ganan mientras sueñas. Hao fue un gran soñador y su cuerpo se elevó sobre las nubes, más allá del cielo azul. Tanto aumentó su estatura que llegó un momento en que hablar con lo demás era casi imposible. A gritos, que parecían tormentas, lograba, a veces, contar las historias en su cabeza. «Te escuchamos», respondían, y Hao volvía a dormir para soñar. El día que despertó y no recordó nada, supo que dejaría de crecer y que la hora de morir estaba próxima. Tristeza sintió al darse cuenta de que era el único sobre las nubes. Hacía tiempo que no escuchaba respuesta alguna de sus congéneres. Ya que no puedo soñar, dejaré de dormir, pensó. Y gritó durante años y nadie respondía. Una tarde, dobló su cuerpo y su cabeza se asomó entre las nubes; nada, no había nada. Ningún ser llegaba a su estatura; ¿acaso ya no sueñan?, se preguntó. No perdió la esperanza y siguió relatando historias en todas direcciones. «Aquí estamos», gritaron. Hao lloró. Los sueños de los nuevos gigantes alimentaron sus últimos días.

Inspirado en el cuento Planetas Invisibles, de Hao Jingfang.




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  • Foto del escritorLeonel Huerta

El tigre camina kilómetros para ver la nueva selva; su esencia gatuna lo lleva a curiosear la jungla de los sin rayas. Su lomo se mueve al compás de las nubes, se retuerce sobre los escombros acumulados del nuevo desarrollo. La cola apunta hacia al sur y cambia al norte, los animales encerrados solo pueden mirar al centro. El felino observa a través de los vidrios esperando que los sin rayas hagan alguna gracia.

El departamento 607 está embrujado; el ascensor pasa de largo en rápida carrera hacia arriba y abajo, izquierda y derecha. El piso seis no permite extraños, los moradores han quedado ahí por siempre. El habitante del sexto puede salir sin escapar. Se lanza, vuela, cae y revienta desde el sexto nivel. El tigre huele tripas, orina la piel, sopla la boca y ríe en los oídos del habitante del 607. Mira al cielo, mira alrededor. No se puede comer lo que no existe. La selva de los sin raya no es lugar para el tigre.




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