Los rayados, grafitis, carteles y cuanta forma más de dejar deseos; peticiones, reclamos y burlas en los muros de la metrópoli, me han mantenido en varias caminatas muy entretenido, pero al mismo tiempo preocupado. Poner a disposición de las miradas la vida sin tapujos; estampar una existencia en los muros dejando el rastro de lo que no queremos ser. La imaginación, y por sobre todo el poder de síntesis, me sorprenden. En varios lugares, he notado la cercanía de estas manifestaciones con las faloforias. Fue Flavia Radrigán quien me habló de estas fiestas helénicas consagradas a Dionisio y donde el falo era fundamental en la celebración del pueblo. Los griegos, así como Los Prisioneros, sabían que el sexo vende, seguramente es por eso que las festividades eran esperadas con ansiedad. Lo que ha sucedido en Santiago no es precisamente un carnaval, sino una gran rebelión; pero los penes dibujados por todos partes, los gritos alusivos al miembro, y sobre todo a quien están dirigidos, me llevan a esos antiguos ritos. Evitar la frivolidad, a veces, se hace imposible. Mis más sinceras disculpas a los amantes de la historia por la comparación, pero el cambio es parte del desarrollo. En la faloforias, un sacerdote, el falóforo, era el encargado de llevar un gran pene y dirigir al pueblo hacia orgiásticos lugares. Durante años seguimos a muchos porta-miembros que solo vendían el momento, la fiesta del placer y del pequeño deseo. Es hora de devolver el glande a quien se lo merece. Las paredes lo dicen; lo gritan, basta abrir los ojos para escuchar. No quiero ser grosero, pero presidente succiona el…
Santiago, diciembre del 2019