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Foto del escritorLeonel Huerta

Orsonismo

Lo siento, pero me acabó de infectar, en realidad, fue el lunes recién pasado; no del coronavirus: ese pequeño bicho que tiene al mundo patas p’arriba. Me enfermé de orsonismo y comencé a sentir el virus en todas partes. Así como en 1938, casi dos millones se perturbaron con la noticia alienígena, hoy me tocó a mí y quién sabe a cuántos más. Subí al metro, no toqué un solo fierro; abierto de piernas logré equilibrarme, imagina a Ronaldo a punto de lanzar un tiro libre; no me senté y evité estar cerca de la gente, por lo menos no sentí el miedo —o el deseo— de ser toqueteado. Bajé en estación Manquehue donde perdí todo temor al ver un carrito con libros a luka y me inyecté directo a la vena un tomo de Luis Enrique Délano. De vuelta, y ante la necesidad de ahorro (había gastado los mil pesos), tomé un bus, pues no sabemos dónde terminará todo esto, el comentario anterior es parte del orsonismo: enfermedad que te hace pensar que todo lo que te dicen es verdad. El bus, como comprenderán y a pesar de la poca gente en la calle, iba lleno. Intenté mantener los cien centímetros recomendados, pero fue imposible mantener la equidistancia requerida; aplicar la técnica Ronaldo también fue infructuosa y acabé tocando casi todos los fierros para evitar una potencial caída. Me bajé, después de mucho zigzagueo para no rozar ningún posible cuerpo infectado, cerca del palacio de gobierno, lugar donde habita la peor epidemia; virus encargados de enfermarte de orsonismo (no confundir con onanismo que viene de Onán: aquel que no quería dejar plaga en útero alguno; aunque onanistas, seguro, el palacio debe estar lleno). Puedo acatar el distanciamiento social, porque nunca he sido de acercamiento social. En casa, tranquilo y lejos de toda enfermedad —¿creo?—, tomé un vinilo de Ozzy y escuché su siempre suculenta Paranoid.


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