Su imagen se presenta enredada a otra época. Cabellos oscuros y grandes ojos negros siempre tristes. Si cierro los míos, visualizo las manos sosteniendo el libro de poemas que leía constantemente y era la excusa para mantenerse aparte de los demás. Siempre sola en un rincón de la sala, leyendo. Me parece que percibo el frío de esa mañana en que salí temprano de casa. Recuerdo los charcos, el barro después de la lluvia, las acacias desnudas y unos queltehues insistiendo por agua. En que me fui caminando al liceo y en cada esquina la busqué para acompañarla parte del trayecto.
Apenas entré al recinto supe que algo sucedía. Una atmósfera diferente mezclada a la risa y juegos de los más pequeños. Preocupada, fui al rincón donde ella solía esperar el sonido de la campana, no estaba. La policía allanó su casa, dijo alguien a mi lado. Denuncia de drogas. Desde el interior se defendieron y se produjo una balacera, dicen que murieron los padres. También un carabinero ─agregaron. No regresó al liceo ni volví a verla. Esta noche, después de once años, creo reconocerla. En el noticiero hablan del asalto a un Banco. Los asaltantes huyeron en un automóvil robado, la policía les dio alcance en la comuna de Peñalolén. En la pantalla, esposados, suben los delincuentes al carro policial, entre ellos una mujer. La reconozco. No es la chiquilla que conocí. Tiene el pelo cortísimo, casi varonil. Sus ojos continúan tristes. En un impulso irreflexivo me pongo de pie. Quisiera darle el abrazo que le debo desde que murieron sus padres.
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