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Foto del escritorentre parentesis

«Rebelión», un cuento de la narradora Marcela Royo Lira

Juan Guillermo se marcha. Desde la ventana diviso su figura desgarbada, se detiene indeciso. ¡Oh, no! es peligroso, él lo sabe. Las cámaras no lo perderán de vista, en segundos puede convertirse en sospechoso. Dicen que esta sociedad idílica en que vivimos en el siglo XXV, costó guerras sangrientas, destrucción y muerte. Debo confiarle mi secreto: no deben enterarse de nuestros pensamientos. La mente en blanco es imposible, por eso canto todo el tiempo canciones blancas, las que nos enseña el sistema desde niños. Dicen que soy lenta. Es mi defensa.

Sucedió cuando tenía cinco años. Sentí que era diferente. Papá lo supo al mismo tiempo que yo, recuerdo el fuerte empellón, su expresión severa. Entonces, comencé a copiar los gestos y expresión de mis iguales. Soy un calco. Mamá también sospechó, leí en una milésima de segundo miedo en sus ojos, imperceptible al resto. Luego, me agarró fuerte del brazo e hizo que marchara en la fila de niños que, ante la atenta mirada del Juez Mayor, íbamos por vez primera a la escuela. Todos iguales, ninguno destaque. Lo aprendimos al recibir las alas motorizadas que adhieren a nuestro cuerpo. Cuentan que siglos atrás el ser humano se movilizaba en una especie de tubos de metal y fierro, con ruedas.

Intuyo que no estoy sola, existen otros como yo. Sucedió hace unos días. Un hombre, sí. Hubo algo en él que me hizo desviar la dirección que llevaba y seguirlo. Nunca me miró, no se detuvo, no obstante, yo sabía que debía ir con él a la zona prohibida al otro lado de las montañas, de hielo eterno. De pronto, sonó la sirena, alertándonos. Nos quedamos estáticos, mirando el piso para no enterarnos ni ver lo que ocurría. Nadie en el gentío se movió, ninguno quiso ser la mujer de Lot en esta historia. Oí sollozos, rápidamente los acallaron, percibí cómo arrastraban el cuerpo y quise mirar, hallar el modo para que no se lo llevaran, pero no tuve valor. Una brisa con un grato aroma a eucaliptus inundó las calles, los violines iniciaron la vieja canción que me retornó a la infancia, en segundos, todos cantábamos serenos, restando importancia a lo sucedido.

Algo gatilló muy dentro de mí, pensé en mi hermana desaparecida a los trece años. Quizás los Jueces Menores leyeron en su mente lo que nos está prohibido. Pensamientos oscuros, perversos, dicen. Escondía un cuaderno bajo el colchón, cuando lo busqué no estaba. Siento vergüenza, pena, por no enseñarle mi secreto. Hubiese llenado también su mente de canciones blancas. Tengo que decírselo a Juan Guillermo, casi leí sus pensamientos antenoche, cuando vio que lo observaba cambió de expresión e inició la letanía de oraciones que les enseñan por alto parlante en el trabajo. Debe repetirlas hasta que no exista para él otro modo de pensar.

Somos una sociedad indestructible. Lejos de la ciudad está lo que llaman “la fábrica”. Allí nacemos y allí volvemos a morir. Siempre encuentran órganos para reutilizar. Presiento que el hombre de la otra tarde, volverá. Debo ir con él, es hora de quebrar el sistema. Antes tengo que enseñarle a Juan Guillermo mi secreto, impedir que los Jueces Menores lean su mente a través de las cámaras con que nos espían incluso en nuestros dormitorios.

“Canciones blancas. Repítelas, sin cesar, llena tu mente de ellas”, le transmito sin palabras ni una expresión que acuse lo que sucede entre los dos, ocultos entre las ligustrinas. No dice nada, se queda mirándome sin que se le mueva un músculo, pero sé que entendió. Es la luz imperceptible de sus ojos, el parpadeo con que sigue el vuelo del murciélago que habita en el entretecho.

Por alguna razón desconocida, unos pocos nacimos al margen del sistema.




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