Le escribo esta carta antes que se marchite en la vorágine de mis mañanas.
Es esa declaración que se escurre entre sus pechos como un secreto, es ese adivinar un roce suave que dejó mi mirada en sus caderas y que usted calló, orgullosa y segura de mis debilidades.
Le escribo esta carta para empinarme por el lienzo de su espalda pequeña y asomarme hacia sus pechos coronados de fuego.
Esta carta busca hilvanar a marcha lenta un deseo que crece, refrenado apenas por la compostura aprendida en los salones republicanos de los viejos caballeros.
Habrá adivinado que soy el idiota que la sueña, que la espera cuando cruza la ciudad en su rutina de exploradora, el que ha aprendido sus horarios, sus conversaciones con las flores del camino.
Sí, no pretendo esconder la pasión que usted provoca. No quiero derrumbarme embriagado de deseo y arriesgarme a su rechazo.
He preferido dejarle mis credenciales y convertirme en una palabra convincente que vaya desnudando su inusitada belleza.
Sin apuros, tomando sus pies con la punta de mis dedos, descubriendo las dimensiones de la entrega, el vuelo libre, las mariposas encendiendo sus mejillas con mi atrevimiento.
Permítame flotar sobre su lecho y recíbame inexorable, asumiendo que tan pronto termine de leer estas líneas, será mía para siempre.