Hernán Narbona Véliz. Cuento antologado en Antología SECH-V Relatos Fantásticos, Monstruos Urbanos y Misterio, editado 2023, en Amazon.
Anselmo Ugalde fue un escritor que murió en el anonimato. Había buscado refugio en México esquivando las garras de la dictadura y fue uno de los miles de chilenos que deambularon por el mundo añorando el terruño. Anselmo había sido sindicalista portuario y trabajó como técnico en el Puerto de Veracruz por largos años. A fines de los noventa ya jubilado, decidió retornar a Chile. Había escrito por fin su libro, trabajando en él silenciosamente por largos años, investigando y aprendiendo de la cultura precolombina de México. Solitario y sin amigos, el poeta Ugalde retorna a su patria, iluso como muchos. Constata a poco andar, que ha regresado a un país que ya no es el mismo. Las puertas que esperaba se le abrieran, estaban herméticamente cerradas. Es en ese período de retorno, estando en un bar, lidiando con la desilusión, en medio de vinos turbios, que cae en las fauces depredadoras de un monstruo urbano, reflejo de un país ingrato y mezquino, un parásito.
El individuo se viste de comprensivo compañero, adulador, empalagoso, demasiado amable... Es Carlos Lorca, con aires de bohemio se presenta como “gestor cultural”, alguien que puede abrir las compuertas del poder para lograr que los creadores se den a conocer. Reiterando lo que era su actuación recurrente, Carlos Lorca, oteando a una nueva víctima, se acercó al retornado y comenzó a ganar su confianza. Se mostró interesado por conocer ese libro y la historia de su autor. Ofreció su escucha paciente y cuando habló fue para ayudar: ocuparse de la edición de ese libro y presentarlo en todos los centros culturales de la capital. Anselmo, que se encontraba en un estado de ánimo de agobio, sintió que le cambiaba la suerte y muy agradecido le dijo a Carlos que lo pensaría, pero necesitaba saber cuánto le significaría esa edición. Carlos para sus adentros sonrió pensando: cayó otro ingenuo…
Una semana después, Anselmo aceptaba la ayuda y entregaba a Carlos una importante suma de sus ahorros y un diskette con su obra inédita, conteniendo largos sueños de retorno, masticados en soledad, en la distancia del exilio.
Pasaron los meses. Las mentiras iban y venían, el gestor no cumplía. Anselmo enfrenta una enfermedad terminal, el engaño sufrido desgarra su alma. Ya en su lecho de muerte, Anselmo Ugalde, el ingenuo poeta retornado, formuló su maldición: “Malacatoso, vagarás repudiado y nadie podrá leer el libro que me robaste”.
En su último aliento, el espíritu de Anselmo Ugalde cruzó dimensiones para pedir a Iztlacoliuhqui, el dios azteca de la miseria humana y del pecado, que aplicara justicia al parásito, por la traición sufrida.
Carlos Lorca siguió circulando por las tabernas, intentando ser simpático, pero su resentimiento y envidia, lo delataban muy pronto, como un ser oscuro. Con una oratoria ramplona, captaba ingenuos, en antros de mala muerte, avanzando notoriamente en su alcoholismo.
Descascarándose como un engendro, se movía por tugurios de poca monta, despotricando, mediocre y resentido, contra otros poetas, que sí publicaban, eran conocidos, cantados en las escuelas y respetados por sus pares.
Carlos se aprovechaba del trabajo e inspiración de poetas pobres, que llegaban a los bares para vender sus cuartillas a borrachos trasnochados. El falso mecenas, encandilándolos con promesas de éxito, se ofrecía a representarlos en los círculos del poder, recogiendo sus escritos y apropiándose de ellos como una sanguijuela. Así, el parásito iba impostando de poeta, vestido con ropa ajena. Su oferta mentirosa era llevarlos a un libro, que finalmente nunca llegaba a publicar. hurtándoles a poetas solitarios su dinero y la ilusión de legar a ser parte del mundo literario.
Pero, el tiempo fue su verdugo. Con una mirada de odio arrugando su entrecejo, encorvado como una alimaña, Carlos, el fraudulento gestor cultural, levantó su desvencijado esqueleto y su barriga hinchada por la cirrosis. Arregló su grasosa y canosa trenza, con la que se daba aires de patriarca, y se instaló en su escritorio para ordenar los ejemplares amarillentos del único libro publicado, que nunca nadie había leído completo, porque encerraba, entre líneas, aquella maldición. Abrió enseguida, por enésima vez, esa carta de Anselmo Ugalde, el escritor al que había plagiado y estafado, que le penaba como una rueda de molino al cuello, inclinando su agria fisonomía de ateo recalcitrante. En esa esquela manuscrita que venía junto al diskette, el poeta le agradecía “por ocuparse fraternalmente de la edición de mi libro que será mi legado para los jóvenes de mañana” y cerraba con un devoto “Que Dios te bendiga, querido amigo”. Esta última frase le provocaba al gestor un ardor ulceroso que le corroía el hígado.
Carlos Lorca había registrado el libro de Ugalde a su nombre. Como un pirata se había apropiado de su obra, cambiando apenas algunos adjetivos. Posteriormente, la postuló para su publicación a un Departamento Cultural de la ciudad y logró un cupo.
La obra se imprimió, pero, cuando se iba a distribuir en librerías, un enorme temporal inundó las bodegas de la imprenta y todos los libros quedaron inutilizados. La partida de libros se tiró a la basura y unos cartoneros sacaron de allí algunos de esos libros, amarillados por la humedad y los hongos; los colocaron en un mantel en la vereda, y le pusieron un letrero “sacar a mil”.
Carlos enfureció con su ego pisoteado en la cuneta. Entonces, mordiendo la mano del que le había permitido publicar, lo demandó por daños y perjuicios; pero su libro nunca fue leído. La maldición se cumplía.
El desquicio se apoderó de Carlos el Gestor. Por la ciudad se le suele divisar, enajenado, blasfemando y amenazando a poetas honestos, llevando, entre hieles, los ejemplares de su único libro, que nunca nadie leyó.